De
todas las técnicas del ejercicio profesional de la abogacía, para mí, una de
las más difíciles, o tal vez la más difícil, es el interrogatorio. Los
conocimientos que se requieren para plantear correctamente una demanda,
formalizar un recurso o articular un discurso ordenado y convincente durante
una vista oral, se pueden adquirir con el estudio y la práctica. Con mayor o
menor brillantez, cualquier letrado, con una mínima voluntad y una capacidad
media puede hacerlo de manera solvente. Luego, los pleitos se ganan o se
pierden igualmente, porque en el resultado de la contienda influyen otros
factores que no siempre dependen de la habilidad del abogado que defiende una
causa.
Pero
el interrogatorio es otra cosa. Recurrir a él implica ya, de por sí, un riesgo,
con independencia de que la prueba haya sido propuesta por cualquiera de las
partes en litigio. Y ese riesgo radica en la imprevisibilidad de las
respuestas. Naturalmente, quien propone una prueba testifical tiene una
ventaja, y es que puede, y debería, preparar al testigo, para que sus
respuestas se acomoden al relato de los hechos que pretende llevar a la
sentencia, y en el que habrá de basarse el fallo. Pero, aun así, los testigos
pueden incurrir en contradicciones, exponer los hechos de forma escasamente
convincente o su declaración puede resultar poco verosímil no solo por lo que
se dice sino por la forma en que se expone ante el tribunal. Y, además, está el
riesgo del contrainterrogatorio, en el que lo que se persigue es, precisamente,
desacreditar al testigo, provocar dudas en el tribunal sobre su versión de los
hechos y suscitar la desconfianza.
Existe,
además, cierta desconfianza natural respecto de la prueba testifical y el
interrogatorio de parte. En primer lugar porque quien declara lo hace, no en
base a lo que realmente ocurrió, sino conforme lo recuerda o lo percibió en su
momento, con lo cual, al margen de subjetividad del testimonio hay que sumar el
tiempo transcurrido entre el acaecer de los acontecimientos y el momento en que
se lleva a cabo la declaración. No es que el testigo mienta deliberadamente,
pero no narra lo que ocurrió sino lo que recuerda que ocurrió.
Pero
el problema principal está en el hecho de que, muchas veces, los testigos, y no
digamos las partes enfrentadas en un litigio, mienten conscientemente, y ello a
pesar de la advertencia que, a los primeros, se les hace, antes de comenzar el
interrogatorio, sobre las consecuencias del delito de falso testimonio. Además,
las personas faltan a la verdad con una cierta naturalidad. Pueden afirmar que
han trabajado, sin haberlo hecho, para percibir las prestaciones por desempleo;
o jurar que se les adeudan salarios, horas extraordinarias, vacaciones y
finiquitos o que fueron objeto de un despido sin causa para obtener contrapartidas
económicas injustificadas o superiores a las que, realmente, les
corresponderían. Por eso, conducir el interrogatorio, sobre todo ante un
testigo hostil, es particularmente difícil.
El otro día leía en
la prensa una noticia titulada algo así como ‘un púgil en el estrado’, que elogiaba
la habilidad de uno de los letrados de la defensa en el juicio del procés, para
conducir el interrogatorio como un combate de boxeo en el que, en lugar de
buscar en nokout, el abogado iba acorralando al testigo (en este caso, la
exvicepresidenta del Gobierno que, hasta ese momento, se había mostrado
desenvuelta respondiendo a las preguntas del resto de abogados defensores)
hasta ponerla contra las cuerdas, después de propinarle una serie
ininterrumpida de golpes que la hicieron dudar, por primera vez, y mostrarse
imprecisa o evasiva en sus respuestas.
En otras sesiones,
sin embargo, se han visto interrogatorios en los que el aplomo de los testigos,
que respondían a las preguntas devolviendo respuestas como dardos envenenados, con
su declaración mesurada y convincente, ha puesto en aprietos a esas mismas
defensas. Lo cual demuestra que, ante la posibilidad de una respuesta que pueda
invalidar la tesis de la defensa, es mejor no preguntar. Esa lección cualquier
abogado ha podido aprenderla en el ejercicio de su oficio, pero yo la aprendí
de Paul Newman en Veredicto final.
Y es que las
películas de juicios pueden ser bastante aleccionadoras respecto de la práctica
de un interrogatorio. Yo, personalmente, me quedaría con dos: ¿Vencedores o vencidos?, en la que el
brillante abogado de la defensa, interpretado por un no menos brillante
Maximilian Schell, consigue desacreditar el testimonio de uno de los testigos
de cargo, con un interrogatorio implacable; y Testigo de cargo, con un magnífico Charles Laughton desmontando el
interrogatorio del fiscal sin formular una sola pregunta.
Yo no me considero
particularmente hábil en la práctica del interrogatorio. De hecho, muchas
veces, prefiero no preguntar, bien porque no albergo dudas respecto de la
veracidad del testimonio o, precisamente, para evitar que mis preguntas
corroboren la tesis de la otra parte que no comparto. A veces, es mejor dejar
que tu contendiente pregunte y, como Charles Laughton, cuestionar la
pertinencia de las preguntas, o esperar al trámite de conclusiones para poner
de manifiesto la insuficiencia de las respuestas que, normalmente, denota la
insuficiencia de las preguntas.
Otras veces, sin
embargo, no he podido resistirme a la tentación de poner de manifiesto algo que
resultaba evidente para mí, pero sobre lo que el juez albergaba dudas o que,
incluso, no quería saber. Y recuerdo un caso en el que un colectivo numeroso de
trabajadores, que formaban parte de una agrupación profesional, trataba de
hacer pasar por una actividad laboral por cuenta ajena que les permitiera
cobrar las prestaciones por desempleo, lo que, a todas luces, no era más que
una actividad profesional por cuenta propia. Eran, en su mayor parte, albañiles
que realizaban reformas en casas de particulares, como alicatar un cuarto de
baño, y los supuestos empresarios que los contrataban, no eran más que cabezas
de familia. Y ante la frecuencia con que los jueces estimaban sus demandas (en
un caso, a pesar de que la magistrada había tenido a trabajadores de dicha
agrupación realizando una obra en su propio domicilio) y condenaban a la
administración a pagarles las prestaciones por desempleo, empecé a proponer
como prueba la declaración de los supuestos empleadores a los que, en primer
lugar, sorprendía al preguntarles por su condición de empresarios de la
construcción, para luego encadenar una serie de preguntas relativas al centro
de trabajo, a la jornada laboral, al pago del salario o la adopción de medidas
de prevención de riesgos laborales, con el consiguiente desconcierto por parte
de los testigos y para desesperación de los abogados de la parte contraria.
Y es que, no siempre
puede uno subirse al estrado como el que se sube a un ring, pero la verdad es
que a mí también me gusta el boxeo.
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