A
veces existe una contradicción notable entre lo que hacemos y lo que querríamos
hacer, entre aquello a lo que nos dedicamos con ahínco y lo que realmente nos
apetece, y, en ocasiones y al final, entre quienes hemos llegado a ser y aquello
a lo que aspirábamos, secretamente o no, en convertirnos.
Y
es que, a lo largo de la vida, se nos plantean múltiples opciones, diversas
oportunidades, de las que podemos no ser siquiera conscientes. Y,
constantemente, tomamos decisiones que nos impulsan en una dirección o en la
contraria y que, para bien o para mal, condicionarán el resto de decisiones que
tendremos que seguir tomando en el futuro.
Otras
veces, sin embargo, creemos ser plenamente conscientes de que nos encontramos
ante una encrucijada, y las alternativas se muestran, en ese momento,
terriblemente nítidas ante nuestros ojos. Esos son los momentos decisivos, o
eso queremos creer para justificar, por ejemplo, nuestros fracasos por lo que
consideramos una elección equivocada, aunque al final no lo sean tanto, o
pueden no haber tenido más relevancia que la fortaleza de nuestro carácter, la
capacidad de reconocer los errores cometidos y desandar el camino andado, o esa
tendencia tan arraigada en algunos de nosotros a culpar de lo que nos sucede al
azar, a la mala suerte o a las vueltas del camino.
Pero
saber lo que uno quiere no siempre es fácil. A veces porque lo queremos todo;
otras porque no estamos dispuestos a aceptar el paquete completo que nos ofrece
la vida, y queremos tomar lo bueno, lo apetecible, y prescindir de lo que nos
desagrada o nos incomoda; y otras porque nos da miedo equivocarnos, porque los
cambios nos producen vértigo y el temor a lo desconocido nos paraliza.
De
alguna manera, todos llevamos en el bolsillo una brújula como la de Jack
Sparrow, que no señala al Norte, sino la dirección en la que se encuentra lo
que más desea su dueño, ya sea un tesoro, una persona o una localización
geográfica; pero que solo funciona sí esa persona sabe lo que desea
verdaderamente; pero no cuando no se sabe lo que se quiere o, aun sabiéndolo, su
portador teme reclamarlo como suyo.
Así
que, en realidad, sí tuviésemos claro nuestro propósito, realmente no necesitaríamos
recurrir a la brújula. O solo tendríamos que hacerlo en momentos de incertidumbre,
cuando la niebla o las condiciones meteorológicas en general, nos impidieran trazar
el rumbo. En otro caso, si necesitamos recurrir constantemente a la brújula es
porque ese rumbo no está claro, aunque la noche esté despejada y podamos ver desde
la cubierta de nuestro barco el cielo tachonado de estrellas. Y, sí eso es así,
la brújula nunca señalará claramente el camino, por mucho que la saquemos de
nuestro bolsillo y miremos insistentemente su esfera cortada del colmillo de
una morsa y el mapa de los cielos pintado en el interior de su tapa hecha de
puro lapislázuli.
Pero,
aunque el cielo esté despejado cada noche, obsesionarse con un único destino,
pensar que no hay más alternativa que seguirlo a toda costa o, de lo contrario,
claudicar y recalar en el puerto más cercano, nos hace perder la perspectiva y
olvidar que el horizonte es tan solo una línea muy fina que separa el cielo del
mar, o de la tierra, que los vientos cambian constantemente como lo hacen las
mareas, y que nuestro rumbo no está trazado de antemano y podemos modificarlo
para navegar a favor del viento o contra corriente, según nos apetezca. Solo hace
falta un brazo fuerte, capaz de gobernar el timón y una visión aguda que se
atreva a mirar lejos.
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