Todos
nos arreglamos cuando vamos a cenar a un sitio elegante o hemos comprado
entradas para el teatro, pero eso, en realidad, no tiene nada de particular.
Para mí lo interesante es analizar la indumentaria con la que salimos al
escenario cada día cuando no hay acontecimientos especiales que celebrar ni se
trata de aprovechar la ocasión para deslumbrar a la concurrencia con un atuendo
que nos haga brillar.
Yo,
por ejemplo, cuando tengo que ir al juzgado, sí el magistrado que va a presidir
el juicio no despierta mis simpatías y, además, el litigio que me traigo entre
manos tampoco me interesa demasiado, suelo elegir corbatas anodinas y chaquetas
a juego, no me afeito ni pongo mucho entusiasmo en lustrar mi calzado, salvo
que la media barba unida a las salpicaduras de barro de los zapatos me haga
parecer un mendigo al que el guardia civil de la puerta pudiera mirar con recelo
al verme pasar por el arco de seguridad reservado a los letrados en ejercicio.
Sin embargo, si me he implicado en el asunto y también quien preside la vista
me inspira respeto, trato de acicalarme, me gusta ir rasurado y combino con
cuidado camisa y corbata. Así, aunque pierda el caso, procuro al menos
presentar en debida forma mis credenciales.
También
es posible que sus señorías, cuando me vean acercarme al estrado, saquen sus
propias conclusiones. Pero, probablemente, ellos también elijan el color de sus
corbatas pensando en los letrados con los que van a tener que lidiar en la
sala. De manera que, a través de ese lenguaje secreto, vamos transmitiendo
nuestro estado de ánimo y la animadversión o simpatía que despertamos unos en
los otros; hasta que un día, cuando la sala de vistas parezca un comedor social
en tiempos de recesión económica, a la salida del juzgado alguien, conmovido
por nuestro aspecto desaliñado, nos dé una limosna y terminemos en una esquina
compartiendo unos tragos para quitarnos el frío.
Hay
un ritual en la forma en que nos presentamos ante los demás y, tal vez, también
una declaración de intenciones. En las películas del oeste, los pistoleros
visten de negro y su irrupción en escena presagia el silbido de las balas o una
cabalgada a lomos de la muerte. Los
políticos tradicionales suelen usar trajes de chaqueta, supongo que con intención de transmitir una imagen de
respetabilidad y honestidad, aunque ahora, después de la experiencia vivida,
ese aspecto atildado puede hacernos pensar exactamente en lo contrario. Y la
indumentaria militar se asocia con la guerra y, fuera de ese contexto salvo que
estemos asistiendo a un desfile, altera la percepción de la paz ciudadana. También
es fácil encontrarse por la calle con individuos vestidos con la equipación
deportiva de su club de fútbol que caminan con naturalidad un día
cualquiera de la semana, acompañando a sus hijos al colegio o yendo a comprar
el pan, y a esto sí que me resulta más difícil atribuirle un significado
racional.
Steve
Jobs usó durante años la misma indumentaria, pantalones vaqueros, zapatillas de
color blanco y un jersey negro de cuello alto, y convirtió esa vestimenta en su
sello personal. Tal vez, si todos hiciéramos lo mismo, eso nos obligaría a
decidirnos por una ropa determinada que pondría de manifiesto, no nuestro
estado de ánimo sino, más bien, nuestra manera de ser y de sentir. Sería
posible distinguir así más fácilmente a los pistoleros, a los tahúres y a los
soldados, pero también correríamos el riesgo de quedar recluidos en nuestro
club particular, adscritos a una tribu urbana, aún a nuestro pesar. Hace
tiempo, precisamente a la salida del juzgado, se me acerco un señor mayor ofreciéndome
un panfleto de Vox. Está claro que ese día me había afeitado convenientemente y
cepillado los zapatos a conciencia.
Pero
sí yo tuviera que elegir una indumentaria con la que transitar por la vida,
supongo que me decidiría por unos pantalones de corte vaquero, unos zapatos
cómodos, camisa, chaqueta y corbata. Por otra parte, esa es la ropa que uso
habitualmente y me permite subir al estrado, pasear por la calle y montar en
bicicleta. Y, por lo visto, también me convierte en un votante potencial de
determinados partidos políticos. Lo que espero es que, vestido de esa guisa y
aunque no me haya afeitado, no deje de parecer una persona honrada aunque capaz
de compartir una botella si la ocasión lo requiere y, llegado el caso, me
permita montar a caballo para escapar de las balas, vengan de donde vengan.
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