Hace
días que las conversaciones en la oficina, el bar o el autobús giran alrededor
de un mismo tema, el coronavirus. No se puede abrir un periódico o escuchar las
noticias sin toparse de narices con el recuento de los países con ciudadanos contagiados
o de la cifra de infectados por comunidad autónoma o de fallecidos en China o
en Italia. A ello se suma además una avalancha de dictámenes, valoraciones,
informes u opiniones de expertos o profanos en la materia que, acto seguido de
manifestar su intención de no crear alarma social, abruman a la población con
datos, predicciones y vaticinios. Pero lo cierto es que se cancelan eventos, se
imponen cuarentenas, se confina a los turistas en hoteles y transatlánticos, se
aísla a poblaciones enteras, se para la producción en fábricas o se suspenden
las clases y se recomienda a la población no salir de casa. Y, como consecuencia
de todo esto, en España, las farmacias se quedan sin mascarillas y los
estudiantes de Erasmus en Milán hacen las maletas y huyen despavoridos a mitad
de curso académico.
Y,
en medio de este maremágnum, uno no puede dejar de sentirse involucrado. Cada
vez que veo una foto de las calles desiertas de un pueblo italiano, las
instantáneas de los equipos sanitarios pertrechados con trajes de plástico,
guantes y mascarillas empujando una camilla, o de turistas pasando por delante
de la catedral de Milán con la boca y la nariz cubiertas, me parece estar
viendo fotogramas de una película de ciencia ficción en la que un virus
mortífero se propaga a toda velocidad por el planeta mientras la comunidad
científica trata de sintetizar sin éxito una vacuna que ponga fin a la pandemia
global.
Entonces me vienen a
la memoria algunas de mis películas favoritas del género. Y me acuerdo de ‘La
amenaza de Andrómeda’, en la que un virus extraterrestre contagia a los humanos
que caen fulminados en cuanto entran en contacto con el patógeno, salvo un bebe
que no deja de llorar y un anciano alcohólico que se dedica a palparle el muslo
a la doctora que lo atiende a través del traje de plástico que lleva puesto. O
de ‘El Puente de Casandra’, en la que un tren transita a toda velocidad
llevando otro virus letal, camino de un puente en el que está previsto hacerlo
caer al abismo. O, más recientemente, ‘El bar’, de Alex de la Iglesia, en la
que un grupo de ciudadanos anónimos queda confinado en un bar, tras comprobar
que aquellos que salen por la puerta del establecimiento son abatidos por un
francotirador invisible y sus cadáveres retirados de la vía pública que se ha
quedado desierta.
Luego, dejándome
llevar por la imaginación, empiezo a vislumbrar un escenario en el que la
imposibilidad de aislar el virus obligue a adoptar nuevas y drásticas medidas
que, sin llegar a apostar francotiradores en las azoteas para tirotear a los
ciudadanos díscolos, podrían consistir en suspender la liga de fútbol, clausurar
cines y teatros, prohibir conciertos y fiestas multitudinarias, cerrar fábricas
y talleres, sustituir las clases presenciales en todos los niveles educativos
por la enseñanza on line, transformar todas las universidades en universidades
a distancia, obligar a los funcionarios a trabajar desde casa, cerrar los
aeropuertos, cortar las vías férreas, inhabilitar los medios de transporte
públicos, clausurar supermercados, restaurantes, bares y cafeterías y organizar
un sistema de reparto de comida, ropa y cualquier clase de producto de consumo
a domicilio, además de prohibir acercarse a menos de medio metro de otro semejante.
Pero, después de
enumerarlas, me doy cuenta de que tal vez no estemos tan lejos de esa sociedad
distópica y de que muchos individuos ya pasan la mayor parte de su tiempo recluidos
en su casa, asomados a la pantalla de su teléfono móvil, encargando comida
a domicilio, haciendo sus compras a través de Amazon, viendo sus series
favoritas en plataformas de pago y relacionándose con sus semejantes a través
de las redes sociales. Por otra parte, pienso que la automatización de los
procesos de producción permitirá en un plazo de tiempo no muy dilatado
sustituir a los operarios de las fábricas, granjas y centros de producción en
general. Y que cualquiera que pueda disponer de un coche autónomo renunciara
voluntariamente a hacer uso del transporte público.
Además, pienso que
si, en lugar del coronavirus, nos encontráramos ante un brote tan virulento
como por ejemplo el ébola, hoy no estaríamos hablando de las mismas cifras ni tampoco
estaríamos manejando los mismos datos y la cosa se podría haber puesto mucho
más seria; y que el riesgo de que, en un futuro no muy remoto, pueda producirse
una pandemia de esas características
está ahí por mucho que cueste creerlo o incluso imaginarlo. También pienso que
la gente es capaz de mentalizarse mucho más rápidamente del riesgo, real o
imaginario, que le acecha de perder cuanto posee cuando este riesgo es inminente.
En este sentido no deja de ser llamativo que algunas personas se apresuren a
hacerse con un cargamento de mascarillas ante la posibilidad remota de que un
virus pueda matarles y, sin embargo, permanezca impasible ante la amenaza real
del cambio climático que, si no hacemos algo, puede terminar matándonos a todos
o haciendo nuestras vidas mucho más difíciles y nuestra supervivencia como
especie enormemente dolorosa.
Tal vez esta
experiencia global debería hacernos reflexionar sobre las contradicciones de
nuestra forma de vida, sobre lo injustificado de algunos de nuestros miedos, el
egoísmo que preside muchas de nuestras decisiones y los riesgos reales que
entraña para nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos la forma irreflexiva
que tenemos de enfrentarnos a los problemas y los desafíos que nos plantea la
naturaleza y un planeta de recursos limitados que parece intentar defenderse
desesperadamente del patógeno más letal que ha conocido, nosotros mismos.
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