Estos
días, la gente hace planes. Bueno, la verdad es que todo el mundo los hace todo
el tiempo. O, al menos, cuando las circunstancias les impiden hacer eso que les
apetece o, mejor, les obligan a hacer lo que no les apetece en absoluto. Por extraño
que parezca, la verdad es que, muchas veces, las personas toman sus decisiones
huyendo de lo que les horripila y, probablemente, sin meditar lo suficiente
sobre aquello que realmente les apetece hacer.
La gente que trabaja planea,
a veces con una antelación que escapa a mi capacidad de previsión, hacer una
escapada o un viaje el próximo puente, aunque sea un puente remoto. El verano
pasado, una compañera de trabajo vino a verme a mi despacho el primer día
después de incorporarme de las vacaciones, a las ocho de la mañana, a preguntarme
expresamente qué semana iba a trabajar durante las Navidades, para así ir
planeando las suyas.
A veces,
sencillamente, el ser humano piensa en lo que haría si tuviese más tiempo, pero
normalmente piensa también que para hacer uso de ese tiempo necesita irse a
alguna parte, subirse en el coche, coger un avión, escaparse. Y ahora, que
algunos tienen bastante más tiempo pero no pueden escapar de sus propias casas,
imaginan lo que harán cuando termine la cuarentena.
Hubo
un tiempo en que yo no hacía planes. Cuando era un crío, naturalmente, estaba
deseando que terminaran las clases para no tener que ir al colegio y, más
tarde, al instituto, pero mis aspiraciones empezaban y terminaban ahí. Desde el
primer día de las vacaciones no dejaba que se me pegaran las sábanas, me
levantaba de la cama y sabía que todas las posibilidades estaban al alcance de
mi mano, sin tener que ir a ninguna parte.
Al principio supongo
que los juegos ocupaban la mayor parte del tiempo. Luego empecé a dibujar y,
más tarde, a escribir. Y, cómo en casa había una modesta biblioteca, leía aquellos
títulos que me parecían más sugerentes o que mis dos hermanas mayores habían
leído antes que yo y de los que las había oído hablar, si habían conseguido
interesarme claro. A veces hablaban de ellos con tal arrobo que conseguían
producir en mí el efecto contrario. Como consecuencia de ello, nunca tuve la
menor intención de leer Éxodo o La Cartuja de Parma. También escuchaba
mucha música en el transistor que había en casa y era capaz de pasarme horas
serrando maderas en mi cuarto y poniéndolo todo perdido de serrín, para
construir juguetes, que luego mi hermano pequeño y yo incorporábamos a nuestros
juegos.
También
me acuerdo de que mi hermano y yo, aunque no éramos muy aficionados a practicar
deportes, encontrábamos la manera de hacer ejercicio sin salir de casa. Por
ejemplo colgando un cesto marrón oscuro de mimbre que tenía mi madre del tirador de
la puerta superior del armario empotrado que había al fondo del pasillo y
utilizándolo como canasta. Recuerdo, además, que un día descubrimos que
podíamos trepar por las paredes de ese mismo pasillo abriendo las piernas hasta
tocar el rodapie con la parte exterior del zapato y subiendo alternativamente
uno y otro pie hasta tener que doblarnos por la cintura para poder tocar el
techo con la espalda.
Ha
pasado mucho tiempo desde que terminó el último verano que pase en casa, sin ir
a ninguna parte, cerca y, al mismo tiempo, lejos de la playa. Pero, desde que
empezó este confinamiento, me descubro haciendo muchas de las cosas que hacía
por aquel entonces, quitando lo de jugar al baloncesto o practicar la escalada
en el pasillo de casa. Y también observo a mis hijas haciendo cosas que yo
hacía a su edad, cuando no me quedaba más remedio que descubrir la manera de
ocupar las horas del día recurriendo a mi imaginación o inspirándome en la
creatividad de otros. Leer, dibujar, escribir, escuchar música, cantar o tocar
la guitarra o el piano (esto último me habría gustado mucho poder hacerlo
cuando tenía su edad). Pero el otro día, cuando, después de desayunar, mi hija
pequeña me dijo que le estaban entrando unas ganas terribles de cortar madera
para hacer una telecaster amarilla
que había visto por internet y esa misma mañana empezó a tomar medidas y la vi, en la cocina, agachada
sobre un banco de madera, serrando un tablero para hacer la caja, creo que tuve
una epifanía.
Tengo la sospecha de que, cuando termine el confinamiento, la mayor parte de la
gente no habrá reflexionado lo suficiente, tal vez no lo haya hecho en
absoluto, como para comprender que esa necesidad de escapar para aprovechar el
tiempo del que dispone solo revela una insatisfacción que lleva a muchas
personas a huir de sí mismas pero que precisamente por eso las acompaña a todas
partes.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu comentario