La
semana pasada se jubiló un amigo y colega de profesión. Y, cómo es tradicional,
después de vaciar los cajones y recoger la mesa de trabajo, tuvo a bien dirigir
por correo electrónico un mensaje de despedida a sus compañeros, antes de
abandonar definitivamente el espacio y el tiempo compartidos. Y, en ese último
mensaje, quiso tener un recuerdo especial precisamente para sus colegas, los
que han vestido con él togas y visitado los mismos estrados (entre los que me gusta
pensar que habría querido incluirme, a pesar de que hace tiempo que dejamos de
convivir en la misma oficina) diciéndoles sencillamente que eran los mejores.
No
es fácil ser el mejor en algo y probablemente, si se llega a ser el mejor, es
mucho más difícil seguir siéndolo durante mucho tiempo. Con el paso de ese
tiempo, siempre aparece alguien superior a uno, más esforzado, más diestro o,
sencillamente, mejor capacitado. Por eso algunos premios se conceden todos los
años y las competiciones deportivas ponen a prueba a los campeones, que tienen
que defender títulos y galardones. De
esta manera, cualquier distinción, cualquier honor, por muy grande que sea la
dignidad que haya podido alcanzarse, suelen ser pasajeros.
Sin embargo, en los
tiempos que corren el mérito ajeno, por muy justificado que esté, se pone en
cuestión al minuto siguiente de haberse acreditado. Cuando un deportista
realiza una gesta, siempre habrá alguien que cuestione su importancia o lo
compare con otro para menoscabar su currículo. Si un novelista gana un premio literario,
algún crítico opinará que al certamen no habrían concurrido otros autores
probablemente más talentosos que el galardonado. Si un político gana las
elecciones, al día siguiente se cuestionará su legitimidad para formar
gobierno, o a los cien días, si se observan los usos de la cortesía
parlamentaria, desde la bancada de la oposición se pedirá su dimisión al grito
de ¡váyase señor fulano!
Ahora
bien, una cosa es ser el mejor, y otra muy distinta creerse el mejor. Y en este
apartado no faltan los que se consideran a sí mismos o a los suyos los más
listos, los más diestros, los más justos o, en definitiva, los mejores en
cualquier ámbito. Los hinchas de un equipo de fútbol consideran a su equipo el
mejor, sin admitir comparaciones en detrimento del escudo o la camiseta. Los
militantes de un partido político suelen creer que su partido es el que
defiende los valores más puros y merece ganar las elecciones y, por lo tanto,
gobernar. Los nacionales de un estado consideran que sus ciudadanos son mejores
que los de cualquier otro estado, los más trabajadores, los más honrados, los
más valientes en la guerra y los más civilizados en tiempos de paz. Y los creyentes
no sólo creen que su religión sea la mejor sino que es la única verdadera.
La
cuestión es que esta creencia, a menudo infundada, en los propios méritos puede
conducir, no sólo a desencuentros, discusiones, enemistades y conflictos, sino,
llevada al extremo también a la segregación racial, a la marginación social, al
estallido de conflictos armados y al genocidio de pueblos y minorías étnicas.
Podría
pensarse que el problema radica, no sólo en conferir honores y distinciones,
sino también en permitir que algunos ostenten una posición privilegiada o un
estatus elevado; porque, sí todos somos iguales, y es sólo el azar y los
condicionamientos sociales los que nos conducen por distintos derroteros, ¿es
acaso justo encumbrar a algunos por el mero hecho de haber sido favorecidos por
la suerte? Y, una vez que se han consolidado las diferencias entre unos y
otros, ¿no será esto lo que a la postre produce frustración, resentimiento y odio?
Sin duda lo que nos
hace diferentes puede generar conflictos entre nosotros, pero para evitar que
esa conflictividad nos destruya, tal vez sólo sea necesario reconocer el mérito
ajeno, elogiar aquel comportamiento que ennoblece a quien lo protagoniza,
considerar a aquellos que destacan, más todavía si las condiciones de partida o
sus circunstancias no les favorecieron o, aunque no fuera así, en la medida en
que supieron sacarle partido a sus potencialidades, y, después de ceñirles la
corona de laurel, acto seguido, susurrarles repetidamente que recuerden su
mortalidad, lo perecedero del honor y de la gloria conquistados, lo efímera y
caprichosa que puede llegar a ser la fortuna.
La
arrogancia de algunos estados y de sus dirigentes les ha conducido a gestionar
la actual pandemia prescindiendo de la experiencia de otros países, y eso ha
producido la muerte de decenas de miles de sus ciudadanos que quizá pudiera
haberse evitado. El presidente de Estados Unidos, recién recibida el alta
hospitalaria, se arrancó la mascarilla, se declaró inmune al virus y, rodeado
por un equipo médico de treinta personas, exhortó a sus ciudadanos a no tener
miedo del covid-19, inflamando con su gesto arrogante y sus palabras los
corazones de sus seguidores, convencidos de que, efectivamente, ellos son los
mejores.
Por otra parte, en
nuestro país, cualquier médico, a veces vestido con un uniforme de camuflaje,
sin necesidad de acreditar experiencia alguna en el campo de la virología y con
independencia de su especialidad, ya sea cirujano o médico de familia, critica
la gestión de sus colegas y las medidas adoptadas y predice los resultados de
esa gestión catastrófica cómo si de un comentarista deportivo se tratara, y una
parte de la audiencia hace suya y difunde cualquier soflama, a la que concede
crédito tan sólo porque concuerda con su parecer o cuestiona el discurso de sus
antagonistas, a los que considera peores por el mero hecho de ser diferentes.
A todos nos gusta
pensar que somos los mejores en algo y a lo mejor de alguna manera lo somos o
en algún momento lo fuimos, y que nos lo digan nos llena de orgullo, pero
también debería hacernos pensar que puede haber y sin duda habrá algún día
alguien mejor que nosotros, más listo, más diestro o mejor dotado, más capaz y,
tal vez, no sólo con mejores ideas, sino también con mejores intenciones. Y es
necesario ser consciente de que, también tal vez, la suerte nos ha favorecido
más de lo que somos capaces de reconocer, y que ser el mejor en algo no
significa ser el mejor en todo, ni nos hace intrínsecamente mejores que nadie.
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