El
otro día el parque estaba cerrado y, después de colarme por un hueco entre dos
postes de la empalizada que lo rodea, pude recorrerlo durante una hora sin
encontrarme con nadie, salvo un jardinero que se afanaba aquí y allí colocando aspersores
o podando las ramas de algún arbusto y otro corredor que también debía haber
encontrado alguna entrada secreta. Al cruzarnos compartimos la fugaz mirada
cómplice de los fugitivos o los desertores y huimos en direcciones opuestas,
saboreando por separado nuestra libertad recién conquistada. Pero muchos días
ir a correr al parque se vuelve tedioso, porque el paisaje resulta demasiado
previsible y siempre hay demasiada gente paseando, a veces ocupando todo el
camino, con sus perros diminutos cruzándose de un lado a otro, parloteando despreocupadamente
entre ellos o hablando con un interlocutor invisible al que sólo ellos escuchan
a través de sus auriculares inalámbricos.
Por
esa razón me gusta aventurarme por caminos desconocidos, alejándome de casa
siguiendo una ruta diferente, sin estar muy seguro de dónde me conducirá.
Muchas veces el destino resulta decepcionante y acabo topándose con una
carretera que me corta súbitamente el paso, el camino se vuelve intransitable o
el paisaje inhóspito y desolador. Pero el fin de semana pasado, Isabel y yo nos
aventuramos en una zona arbolada algo más alejada de nuestra casa que el
ayuntamiento quiere unir con nuestro parque mediante un corredor verde que
conecte el barrio con otro algo más humilde, lastrado históricamente por la
delincuencia y el tráfico de drogas.
Las
obras de acondicionamiento y el saneamiento del arbolado han transformado el
aspecto de abandono que probablemente debió tener hasta hace poco tiempo, pero
adentrándose en los bosquecillos que crecen alrededor del camino es posible
encontrar algunas zonas umbrías en las que, cuando ha llovido, florece la
vegetación. Allí, correr entre los árboles obliga a agachar la cabeza para no
chocar con las ramas más bajas y el terreno se vuelve irregular y quebradizo.
De vez en cuando, es posible encontrarse con los restos de una hoguera y en
algunos claros se alzan montículos de piedras colocadas con esmero que parecen
pequeños túmulos funerarios.
El
otro día, transitando por uno de estos bosquecillos, nos topamos con un árbol
en un hueco de cuya corteza alguien había colocado cuidadosamente una
virgencita sobre la que estaba clavado un rosario. Pero lo más llamativo era
que, en dos de las ramas más bajas, había dos recién nacidos con sendas coronas
doradas. Seguimos caminando entre la floresta y, a los pocos metros, vimos otro
árbol cuyo tronco estaba todo tapizado de flores cenicientas que cubrían la
corteza dándole un aspecto mágico y siniestro al mismo tiempo.
Hoy
he vuelto a ese parque lejano, buscando el bosquecillo que hace tiempo alguien
decidió convertir en un santuario, pero sólo encontré el árbol tapizado de
flores grises. Cuando me alejaba, al volver la vista atrás, las redondeadas
piedras blancas que se amontonaban alrededor del tronco me parecieron calaveras
blanqueadas por el sol que se hubieran depositado allí en el transcurso de una
ceremonia macabra o un ritual santero. Subí por el terraplén que se asoma sobre
un pequeño arroyo oculto por un espeso cañaveral, al otro lado del cual se
sostiene penosamente una casucha a la que una plancha metálica sirve de tejado
y, al poco, unos ladridos delataron mi presencia. Seguí corriendo, salí del
bosquecillo y al cabo de unos cientos de metros vi que se abría un hueco entre
los arbustos. Al otro lado me encontré con un canal por el que discurría una
corriente de agua cenagosa y llegué hasta una doble compuerta que se encontraba
levantada. Escuche voces a mi izquierda y, al volverme, vi a dos niños que
empujaban una bicicleta por un sendero perpendicular al canal en dirección a la
esclusa. Estuve hablando con ellos un rato y el más charlatán me dijo que él
había visto el canal lleno de agua. El otro corroboró que ese día las
compuertas también estaban abiertas. Me despedí de ellos y volví sobre mis
pasos mientras me imaginaba el agua atravesando con ímpetu las compuertas y un
aguacero anegando el bosquecillo, apagando los rescoldos de las hogueras, a los
perros ocultándose asustados de los truenos bajo el techo metálico sobre el que
repiquetearían furiosamente las gotas de agua, los túmulos de piedra reverberando
con cada relámpago y la lluvia limpiando de polvo las flores cenicientas.
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