De vez en cuando sueño con olas gigantes que avanzan hacia la costa cómo un muro de agua imposible de contener que se levanta todopoderoso, impelido por una oscura fuerza submarina surgida de las profundidades. Entonces, busco a mis hijas, que, en mis sueños, todavía son pequeñas, y tomándolas de la mano, trato de encontrar una atalaya en la que ponerlas a salvo de la devastación inminente, aunque siempre me despierto antes de que el mar enfurecido llegue hasta nosotros.
Desconozco
el origen y más aún el significado de esos sueños recurrentes, pero he leído
recientemente que el deshielo de los glaciares en el Ártico y el consiguiente desprendimiento
de grandes masas de tierra sobre el mar podría provocar tsunamis de enormes
proporciones, generando olas de cientos de metros de altura que penetrarían
tierra adentro durante decenas de kilómetros arrasándolo todo a su paso, aunque
mis visiones son anteriores a esas lecturas y lo cierto es que vivo a miles de
kilómetros de la costa de Alaska.
También
leí en una ocasión el testimonio de un surfista que estuvo a punto de perecer
en las playas de Nazaré. Allí las olas alcanzan la altura de un edificio de
diez pisos, no se pueden abordar sin la ayuda de una moto acuática y dicen los
expertos que no hay zonas seguras y otras de impacto, porque las olas son
impredecibles y pueden romper en cualquier sitio. En esas playas de la costa
portuguesa, cuando una ola derriba a un surfista, salir de nuevo a la
superficie puede ser mucho más difícil que cabalgar sobre ella y convertirse en
una experiencia angustiosa incluso para los deportistas más avezados.
Nunca
he visitado el Ártico, pero hace años estuvimos en las playas de Nazaré. Era
una mañana brumosa y las olas gigantes de decenas de metros de altura surgían
de improviso entre la niebla llevando sobre ellas unas figuras diminutas
enfundadas en trajes de neopreno que se mantenían en precario equilibrio sobre
sus tablas, como si se hubieran encaramado sobre la espalda de un leviatán
adormecido, al que hubiesen despertado accidentalmente. Su sola contemplación
causaba vértigo pero al mismo tiempo resultaba imposible apartar la mirada de
aquella visión casi sobrenatural.
Mi
primer recuerdo del mar lo asocio a una playa azotada por el oleaje en la que,
durante años, traté infructuosamente de aprender a nadar. Me acuerdo de que
cada vez que cogía suficiente confianza para tenderme sobre el agua con ayuda
de una pelota, una ola me revoleaba invitándome a tomar un buen trago de agua
salada. También me acuerdo de que me levantaba de un salto para asegurarme lo
antes posible de que seguía haciendo pie, de que tosía, echaba el agua por la
nariz y de que la garganta me escocía durante un buen rato. Tuvo que pasar
bastante tiempo para que, en otra playa remota, con más de veinte años, mi
novia me diera la confianza suficiente para intentarlo de nuevo, aunque, al
principio, cuando estaba haciendo el muerto y el agua me cubría las fosas
nasales, seguía dando un respingo y tratando de recuperar la verticalidad a
toda prisa.
Muy
cerca de esa playa, en una mañana de intenso oleaje en la que resultaba
imposible bracear sin ser engullido a causa del embate constante del mar,
cuando recaía sobre mí la labor de familiarizarles con el océano, mis hijas, mi
sobrino y yo estuvimos jugando con unas tablas para niños a tumbarnos sobre las
olas para dejar que nos impulsaran hasta la orilla. Salvando las distancias con
los profesionales del surf, también aquí había que elegir el momento adecuado
para darse la vuelta y tomar la ola que fuera capaz de impulsarnos hasta la
arena. Recuerdo que, después de varios intentos, una cresta espumosa me llevó a
toda velocidad hasta dejarme varado en la playa. Aquel día, jugando con las
olas, me sentí otra vez como un niño y creo que me reconcilie definitivamente
con el mar.
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