He leído una noticia que se ha hecho
eco de la petición de la OMS a los estados que hayan vacunado a su personal
sanitario y a los grupos de mayor riesgo, de que detengan el proceso de
vacunación para facilitar que esta pueda llevarse a cabo en otros países poniendo
a su disposición las remesas de vacunas que quedarían disponibles. Y me parece
no solo razonable sino de sentido común, aunque, al mismo tiempo, considero que
muy probablemente esa petición, como tantas otras, caerá en saco roto.
Porque, aunque se invoquen razones no
solo humanitarias sino también económicas, ¿a alguien se le pasa por la cabeza
que Boris Johnson, después de abanderar un proceso de secesión sin precedentes
como el Brexit, para mayor gloria del Reino Unido de la Gran Bretaña, y
habiendo prometido a sus ciudadanos que en otoño toda la población adulta del
país dispondría de su primera dosis, va a posponer el calendario de vacunación
para dejar que otros ciudadanos del mundo libre se vacunen antes que los
súbditos de su Majestad; o qué un Estado como Israel, que ha comprado las
vacunas al triple del precio pagado por la Unión Europea y a pesar de haber
vacunado ya casi al 50 por ciento de su población, vaya a renunciar a su
objetivo de inmunizar hasta al 80 por ciento en mayo, para que sus vecinos
palestinos puedan vacunar a sus ciudadanos más vulnerables?
Posiblemente, si el nuevo Presidente de
Estados Unidos suspendiese el plan de vacunación una vez inmunizados los
sectores más vulnerables de la ciudadanía de ese país para ceder sus
inyecciones a otros países, los votantes de Trump pensarían que el Jefe del
Estado, no solo había robado las elecciones, sino que era un anciano senil al
que habría que incapacitar previa tramitación del correspondiente impeachment
(o tomando la Casa Blanca al asalto, que tanto da), cosa que probablemente
también pensarían muchos de los votantes del propio Biden.
De nuestro propio país, mejor ni
hablamos. Después de asistir durante semanas a las reiteradas quejas y
lloriqueos de las Comunidades Autónomas sobre el reparto de las vacunas y la
presunta discriminación de la que se hacía objeto a sus territorios, no es
difícil imaginarse lo que dirían los partidos de la oposición o los Gobiernos
de esas mismas comunidades, si el de la nación se hiciese eco de semejante
petición.
Porque, reconozcámoslo, el problema no
son sólo los gobiernos, sino también los ciudadanos a los que gobiernan, de los
que muchas veces son un fiel reflejo. Cómo lo son de un sector de la ciudadanía
esos alcaldes y consejeros a los que les ha faltado tiempo para saltarse los
protocolos e inyectarse la primera dosis de la vacuna, empujando virtualmente a
los ancianos y al personal sanitario que hacía cola aguardando a que les tocase
el turno. No me gustaría coincidir con ellos en un naufragio o si, para poder
tirarlos por la borda y evitar así que se inyectaran la segunda dosis.
Y es que, desde el primer momento, la
pandemia ha puesto a prueba la capacidad de las personas para ponerse en lugar
de los demás. Y, reiteradamente, muchas de esas personas han demostrado su
escasa empatía, saltándose las normas, eludiendo los confinamientos, invocando la
vulneración de sus derechos y echándole la culpa al resto del mundo de las
consecuencias de sus propios actos. Una vez más, mucha gente no ha entendido, y
sigue sin entender, que no se trataba, ni se trata, de lo que el Gobierno, las
autoridades sanitarias, la Unión Europea o la industria farmacéutica podía o
puede hacer por cada uno, sino de lo que cada uno podía o puede hacer por los
demás.
No quiero ser agorero. Ni soy pesimista
ni me gustan los pronósticos pesimistas, pero, considerando esta pandemia la
primera de las pruebas a las que podemos vernos sometidos en los próximos años, en
lo que a la supervivencia del género humano se refiere, si, como predicen los
expertos, a esta le sucederán otras epidemias, y el cambio climático supone una
amenaza creciente que puede endurecer terriblemente las condiciones de vida en
el planeta, convendría empezar a ser conscientes de los sacrificios que nos
aguardan, de la imposibilidad de sobrevivir como sociedad y como individuos sin
ofrecer algo a cambio, sin empezar a desprendernos del equipaje superfluo, sin
renunciar a la comodidad de los camarotes de primera clase, sin apretujarnos en
los botes salvavidas, si nos dejarnos dominar por el pánico, y si dejamos que el egoísmo presida la toma de nuestras
decisiones. Nos va la vida en ello.
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