La
imaginación de un niño no tiene límites conocidos, si exceptuamos el propio
transcurso del tiempo, que probablemente sea el único límite a la imaginación
infantil, porque también conduce inexorablemente hasta la frontera que separa
la infancia de la primera juventud, que constituye el umbral de la vida adulta,
y al momento en que la inseguridad que nos genera el mundo real fulmina buena
parte de nuestra capacidad para imaginar otros mundos en los que demorarnos
lejos del alcance de miedos y preocupaciones.
Recuerdo
que mi hermano y yo teníamos una imaginación que nos permitía inventar
historias constantemente, plagadas de aventuras y situaciones hilarantes en las
que héroes algo ingenuos, villanos víctimas de sus propios enredos, y un
aluvión de personajes secundarios, a veces estrafalarios, otras medio
majaretas, a menudo propensos a tomarse a broma los problemas más peliagudos,
deambulaban por escenarios en los que unas cajas de cartón cubiertas con una
sábana se convertían en un instante en un paraje nevado e inhóspito, o los
retales de colores de un morral que guardaba Mamá, esparcidos por el suelo, podían
dar forma a una ciénaga plagada de arenas movedizas y escurridizos reptiles.
Una
parte de aquellos juegos la constituía el poner nombre a los distintos
personajes protagonistas de las aventuras que inventábamos cada tarde. A veces,
los tomábamos prestados de historias que habíamos leído o de películas de las
que veíamos en la televisión en blanco y negro que había en casa. Así, recuerdo
que teníamos indios de plástico que respondían al nombre de Chingachgook o Uncas.
Pero como el juego ocupaba mucho más tiempo del que dedicábamos a leer o a ver
la televisión, no nos quedaba otro remedio que inventar nuestros propios
nombres, empresa en la que no siempre teníamos la misma fortuna. Así que, después
de tomar prestado el nombre de Ciervo
Ágil, se nos ocurrió llamar a otro miembro de la tribu de los mohicanos Zorro Negro, lo que tiene un pase, pero
de ahí no tardamos mucho en recurrir a la familia de los invertebrados y bautizar
a otro guerrero como Sapo Verde. Con
los vaqueros nos esforzábamos todavía menos y, dejándonos inspirar por el color
de los muñecos de plástico, había un Grisón
y un Coloritos, apelativo que
respondía al hecho de que este muñeco en particular estaba pintado de colores
brillantes, a diferencia de la mayoría de sus compañeros.
Cuando
en nuestros juegos irrumpieron los clics,
el imaginario se amplió considerablemente, pero seguimos mezclando nombres prestados
con otros inventados. Así junto a Robin
de Locksley y Margrabia Ansbach, conviviendo
en el mismo escenario había un Gorrita,
un Limpión y un Cojito.
Buscando
entre mis recuerdos, creo que he encontrado los nombres más antiguos de esa larga
saga de personajes inventados, que no se referían a un muñeco de plástico sino
que sirvieron para dar una identidad propia a los personajes que, en nuestros
primeros juegos, interpretábamos mi hermano pequeño y yo. Me parece recordar que
eran una especie de aventureros que cambiaban de época y de escenario sin dejar
de ser ellos mismos. Se llamaban Jestin
y Junlen, como suena. Así que nadie
sucumba a la tentación de llamarlos Justin
y Julen, porque tampoco tenían una
nacionalidad definida ni pertenecían a un lugar concreto. Creo recordar que yo interpretaba
a Jestin y mi hermano era Junlen. Jestin y Junlen eran muy
buenos amigos y luchaban juntos contra enemigos imaginarios, bestias salvajes o
fenómenos de la naturaleza que, a primera hora de la mañana de un sábado
cualquiera podían zarandear de lo lindo nuestros colchones, súbitamente convertidos
en almadías a merced de la corriente.
Pero
todavía hay otro nombre que se me viene a la memoria, aunque no sé quién era
exactamente, si nuestro antagonista, un peligroso y escurridizo enemigo invisible,
o alguien a quien debíamos encontrar para que nos encargara una misión o nos
pusiera sobre la pista de algún hallazgo misterioso. Se llamaba Pietro Magdalener. De acuerdo, reconozco
que el nombre no inspira mucho temor, y que parece el de un italiano dedicado a
la repostería que regentaría algún establecimiento en un recóndito pueblecito
de los Alpes, pero os aseguro que era un tipo misterioso, que Jestin y Junlen debieron tener serias
dificultades para dar con su paradero y que me parece que, de alguna manera,
consiguió darles esquinazo, hasta el punto de que su identidad, a día de hoy,
para mí sigue siendo un misterio.
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