Esta
semana he tenido que acudir al juzgado todos los días. Según mi modesta experiencia,
muchas veces, las vistas orales transcurren con más pena que gloria.
Frecuentemente, las pretensiones de las partes son las mismas y los argumentos
de las defensas se repiten y se repiten machaconamente, la prueba resulta
insustancial y el resultado del litigio más que previsible, de modo y manera
que uno ya sabe lo que va a pasar antes incluso de que su oponente abra la
boca. Lo sabe también la contraparte, y, por supuesto, lo sabe el juez, que a
duras penas consigue evitar dar muestras del hastío que le produce escuchar, un
día si y otro también, las razones de los litigantes. Si me apuráis, en algunos
casos, lo sabe hasta el funcionario de auxilio judicial que asiste
calladamente, día tras día, al espectáculo de la administración de justicia
maniobrando (que es algo así como ver maniobrar a las legiones romanas, pero
sin escudos ni lanzas) y que podría decidir el resultado del pleito sin apartarse
demasiado del criterio de su señoría.
No
obstante, de vez en cuando, quizá no muy a menudo, también en ese escenario
previsible, pasan cosas. Y, si uno está lo suficientemente atento, puede romper
esa aburrida dinámica, propia del día de la marmota, haciendo que esas cosas
sucedan.
Hace
tiempo estaba esperando a ser llamado para comparecer en uno de esos pleitos en
los que un trabajador reclama los salarios correspondientes a un periodo de
tiempo en el que dice haber trabajado para una empresa que no le ha hecho un
contrato, ni le ha dado de alta en la Seguridad Social ni, por supuesto, pagado
un céntimo, a pesar de que la relación laboral haya podido prolongarse durante meses.
Estábamos en pleno
auge de la segunda ola de la pandemia y el aforo de las salas de vistas y
también del vestíbulo estaba limitado. Y, como soy un tipo precavido, y dado
que, debido al retraso con el que se estaban desarrollando las vistas orales, un
número ingente de letrados de costumbres y hábitos dudosos se agolpaba en la
antesala, salí al pasillo y estuve esperando allí, pacientemente, a que me
tocase el turno. Para mi sorpresa, a pesar de haberme acreditado previamente en
la secretaría y anunciado mi intención de comparecer en sala, cuando llegó el
momento, no fui llamado y el juicio se desarrolló sin mi presencia.
Lo anterior me obligó
a plantear un incidente de nulidad de actuaciones que ha culminado en un nuevo
señalamiento y la repetición del juicio que, finalmente, se ha celebrado esta
semana. No las tenía todas conmigo, porque me conozco la liturgia y lo más
probable es que apareciera un testigo que ratificase punto por punto la versión
de los hechos de la demanda.
En todo caso, el
asunto me escamaba un poco porque la empresa en cuestión explotaba un taller
mecánico que ocupaba a un solo operario y la actora decía haber sido contratada
para trabajar como auxiliar administrativo a tiempo completo y haber
desarrollado su actividad durante casi cuatro meses. Así que, con la suficiente
antelación, pedí el interrogatorio de la trabajadora que, cuando se celebró el
primer juicio, ni siquiera había aparecido por el juzgado, dejando que la
representara su abogado, ese que se había introducido en la sala a hurtadillas
aprovechando que su oponente no se encontraba a la vista.
El juicio transcurría
por el cauce habitual hasta que llegó el momento de proponer prueba. Entonces,
el letrado de la trabajadora, que ya se había remitido, al ratificar la
demanda, a sus manifestaciones del juicio anterior, siendo advertido por su
señoría de la necesidad de manifestar nuevamente cuanto fuera de su interés,
dado que el juicio precedente había sido anulado, y teniendo en cuenta además que
ella no era el magistrado que había presidido la vista, volvió a remitirse a la
prueba propuesta en dicho juicio (al parecer, debía tener bastante confianza en
el éxito de sus pretensiones si las cosas se hubieran quedado como estaban).
Ante esta manifestación, la magistrada empezó a dar muestras de impaciencia y
le espetó que no sabía cuántas veces iba a tener que repetirle que no podía
remitirse a lo dicho en el juicio precedente porque este había sido anulado y,
a todos los efectos, no existía. Vamos, que no había un juicio anterior al que
remitirse. Entonces, mi colega argumentó, con buen criterio, que los documentos
que había aportado si existían y obraban en los autos, y que por eso se remitía
a ellos. A lo que la magistrada le dijo que le parecía muy bien, pero que, de
todas maneras, tenía que proponer las pruebas de que pretendiera valerse. Dicho
lo cual, el letrado manifestó que proponía la prueba documental que constaba en
autos y que ya había sido aportada en un juicio anterior que no existía.
Con la tensión
flotando en el ambiente, se inició la fase de prueba con el interrogatorio de
la trabajadora, a la que formulé varias preguntas para centrar el debate,
dejando clara cuál era la actividad a la que se dedicaba la empresa (taller de
reparación de automóviles), cuántos trabajadores tenía en plantilla (un
mecánico), dónde radicaba el centro de trabajo (no recordaba el nombre de la
calle), en qué consistía la actividad de un auxiliar administrativo en una
empresa de tales dimensiones que le obligara a prestar servicios durante una
jornada de ocho horas diarias de lunes a viernes (al parecer consistía en recibir
a los clientes y cobrarles las facturas. Lo que me hizo pensar que a ese
mecánico habría que subirle el sueldo), cómo había sido contratada (el gerente
de la empresa era su primo. Sólo a tu primo le trabajas durante cuatro meses
sin cobrar) y sí conocía a algún otro empleado de la empresa. A lo cual, la
demandante, que se había mostrado bastante desenvuelta hasta ese instante,
sonriendo ampliamente (cómo queriendo decir, esta me la sé) contestó que el
mecánico en cuestión se llamaba Ezquepliades.
En ese momento, la magistrada, que se había limitado a tomar notas en su
minuta, con gesto de extrañeza, le pidió primero que repitiera el nombre y,
luego, que lo deletreara. Aunque, la cuestión es que el hombre se llamaba así y
a mí me constaba porque había recabado dicha información de la Seguridad
Social.
A continuación, mi
colega solicitó repreguntar, con la mala fortuna de que, después de la segunda
pregunta, sonó un móvil en la sala (cosa que sucede con más frecuencia de la
que cabría esperar), que resultó ser el de la trabajadora, que, dándose la
vuelta, abrió el bolso y, en lugar de cortar la llamada, después de mirar la
pantalla, le dijo a su señoría que era para un trabajo y que si podía
contestar. La magistrada, con gesto de incredulidad, le dijo que no, que se
centrara y que, sin duda, volverían a llamarla (acertando plenamente en su
vaticinio), con lo que el móvil volvió a su sitio, aunque para sonar por
segunda vez a la tercera pregunta. En esta ocasión, la trabajadora, viendo la
falta de empatía de la jueza, y después de expresar en voz alta que no podía
dejar de atender la llamada, se ausentó de la sala, ante la estupefacción
general. Al cabo de unos minutos, se abrió nuevamente la puerta de la sala de
vistas y por ella se asomó la actora preguntando si podía volver a entrar. A lo
que la magistrada, cómo una madre que considerara que no había llegado el
momento de levantar el castigo impuesto a una hija desobediente, le dijo que
mejor se quedará fuera.
La fase de prueba
terminó con el interrogatorio del testigo sorpresa que yo había estado
esperando desde el principio, que lo mismo puede ser alguien que era cliente de
la empresa (y, por ejemplo, acudía a una cafetería día y noche, todos los días
de la semana, cómo Frasier en el Barbosa o Joey Tribbiani y compañía en el Central
Perk), o que pasaba frecuentemente por el centro de trabajo (esto puede
suceder aunque se trate de trabajos nocturnos que se desarrollan en un polígono
industrial), o incluso un vecino que se cruzaba con el demandante en el rellano
de la escalera cuando este salía de su casa para ir a trabajar (si estas en el
rellano de la escalera a la hora de trabajar y no llevas puesto el pijama, o
tienes una intensa vida nocturna o es que te has levantado para ir a trabajar).
Aunque, en este caso, la realidad superó todas mis expectativas, y el testigo
en cuestión resultó llamarse Jacinto y
no Ezquepliades. Y la primera
pregunta se la hizo la magistrada, qué quiso saber de qué conocía a la
demandante, a lo que Jacinto contestó
sin dubitaciones que de pasear a los perros. Ante esta manifestación, realizada
espontáneamente, convencido de su veracidad, decidí renunciar al
contrainterrogatorio.
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