El
martes de esta semana se han celebrado las elecciones en la Comunidad de Madrid
y todas las predicciones han sido puestas en evidencia por los resultados, con
un triunfo apabullante del Partido Popular que incluso puede prescindir de la
extrema derecha para formar gobierno, ya que Vox solo puede apoyar la
investidura de la candidata del ganador o alinearse con el bloque de izquierda.
El
terremoto ha sido de tal magnitud que, en las filas del PSOE, con un candidato
que ha pasado de ser el más votado en las elecciones anteriores a quedar cómo
tercera fuerza política, dejándose por el camino 13 escaños y cosechando el
peor resultado de su historia, han tocado a rebato y anuncian primarias en
distintos territorios; Ciudadanos ha desaparecido del mapa político y ha pasado
de formar parte del gobierno de la Comunidad a perder su representación
parlamentaria, y Unidas Podemos se queda como tercera fuerza de la izquierda y
partido como menos representación en la asamblea. Así las cosas no es extraño que
su candidato haya decidido abandonar la política.
Mientras
tanto, la Presidenta en funciones ha conseguido 900.000 votos más que en las
elecciones de 2019, más que doblando el número de escaños y siendo su partido el
más votado en todos los municipios salvo dos, superando el 50 por ciento de los
votos en 36 de esos municipios. Y todo ello con una participación del 80,73 por
ciento, la mayor de la historia en unos comicios autonómicos.
Y
los analistas, que fallaron estrepitosamente en sus predicciones, deben andar
devanándose la sesera y preguntándose qué diablos ha pasado. Como si lo que ha
pasado no tuviera una explicación sencilla y hubiera que recurrir a los arcanos
para descifrar el enigma. Pero, en
realidad, esa explicación está ahí, al alcance de cualquier mente despierta. No
obstante, no faltan algunos que le echan la culpa, precisamente, a la falta de
inteligencia del electorado, lo que ofende mucho a otros (a nadie le gusta que
lo llamen tonto o que le digan que ha sido elegido por unos tontos). Además,
meterse con la gente corriente está muy feo, porque el pueblo nunca se equivoca
y son sus dirigentes los que no se explican bien (y por eso pierden las
elecciones) o, después de haber sido elegidos, se desvían de la voluntad
popular y hacen lo que les da la gana (lo que les lleva a perder las elecciones
siguientes).
Pero
vamos a ver, ¿quién en sus cabales no votaría a un candidato que, frente a
tantas restricciones, toques de queda, confinamientos perimetrales, aforos
limitados y uso obligatorio de mascarillas, le prometiera algo tan básico pero
tan sagrado como la ‘libertad’? Es
como si el alcaide de una prisión decidiera convocar elecciones y se presentara
frente a otro candidato que promete que va a abrir las puertas de la cárcel de
par en par, para dejar que la gente entre y salga a su antojo. La única
diferencia es que, en esta ocasión, quien convoca las elecciones es el propio
alcaide y que la gente que está metida en la cárcel son ciudadanos normales y
corrientes, sin más delito a sus espaldas que una tendencia natural a hacer su
santa voluntad, a la que un virus inoportuno ha venido a fastidiarle los fines
de semana, a impedirle viajar al extranjero, a obligarle a trabajar desde casa,
a prohibirle asistir a conciertos, ir al cine y salir de fiesta.
Bueno,
en realidad, quien le ha impedido hacer todo eso y le ha obligado a hacer todo
lo otro es un gobierno tiránico con ganas de fastidiar a la ciudadanía, al que
parece preocuparle más la salud de cuatro viejos (claro que, a lo mejor, no
somos cuatro, ya que ahora hasta a los mayores de 50 años se nos considera
ancianos) que la salud de la economía y la sagrada libertad individual. Y es
que, cómo dijo alguien no hace mucho, hay que huir de los confinamientos como
de la peste (menos mal que el coronavirus parece una broma frente a la peste
que asoló Europa, sino en vez de huir de la peste estaríamos arrojándonos en
sus brazos).
La
cuestión es que, a estas alturas, empiezo a creer que muchos de los que nos
hemos tomado esto en serio desde el principio, aun sin tantas restricciones, tal
vez habríamos sido capaces de ponernos a salvo, aun a costa de pasar por unos
paranoicos y renunciar voluntariamente a muchas cosas de las que, como a todo
el mundo, nos gusta hacer. Lo que me lleva a la conclusión de que las medidas
obligatorias, los confinamientos, los aforos limitados, los toques de queda, a
quienes han tratado de proteger es a aquellos que, por sí mismos, son incapaces
de renunciar a sus derechos y libertades, y prefieren asumir ciertos riesgos,
además de no ser muy conscientes de la posibilidad de poner seriamente en
riesgo a sus allegados y familiares, ya no digo al resto de sus conciudadanos.
Pero
así son las cosas y hay que asumirlo. Así que todos los líderes políticos, si
aspiran a revalidar mandatos o a ganar las próximas elecciones, deberían ir
tomando nota y, en primer lugar, no convocar (o convocar cuanto antes)
elecciones mientras el voto pueda decidirlo el grado de rechazo de la
ciudadanía al uso de la mascarilla obligatoria; en segundo lugar, aligerar
cuanto antes cualquier tipo de medida de carácter restrictivo (y aquí ya no caben
medias tintas, que al toque de queda le quedan dos telediarios y, más pronto
que tarde, habrá que retratarse) y, si algo sale mal, echarle la culpa, por
ejemplo, a la gestión de las vacunas, salvo, claro está, que la mala gestión
pueda achacarse a uno mismo. Y, por último aunque no menos importante, bajo ningún
concepto culpabilizar a la ciudadanía de cualquier cosa que pueda pasar porque
el pueblo soberano sabe lo que quiere, tiene memoria, y, más tarde o más
temprano, habrá que convocar nuevas elecciones.
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