Hace
tiempo escuché una noticia sobre al avistamiento de una pantera negra en las
inmediaciones de un pueblo de Granada. Al final, después de un gran despliegue
por tierra y aire de patrullas del SEPRONA, el felino resultó ser un gato de
pelaje oscuro y cola majestuosa. No obstante, he leído que estos avistamientos
son frecuentes en distintos lugares del planeta que no constituyen precisamente
el hábitat de grandes felinos y han dado lugar a un fenómeno que se conoce como
alien big cats.
También
me acuerdo de que el año pasado fue avistado un cocodrilo en la confluencia del
Duero y el Pisuerga. Incluso se llegaron a identificar sus huellas y lo que
pudiera ser la guarida del reptil, que cabría que hubiese utilizado como nido.
En este caso, pasado algún tiempo, la búsqueda se suspendió por falta de
evidencias. Aunque el hecho de que no haya podido identificarse un equivalente
al gato de cola luenga supongo que hará
más precavidos a los que remonten este año el curso del río.
Es
fácil predecir el desenlace de estas noticias sobre encuentros fortuitos con
especies exóticas, pero supongo que siempre se piensa en la posibilidad de que
a algún memo se le haya escapado la mascota o de que haya decidido deshacerse
de ella, aun a riesgo de poner en peligro la vida de sus semejantes, para
salvaguardar su propia integridad.
Cuando
salgo a correr, me encuentro de vez en cuando con animales silvestres. Aunque
nada ni remotamente parecido a panteras o saurios de gran tamaño. Por ejemplo,
en el parque al que suelo ir por las tardes hay una zona de arbustos que ha
sido invadida por una colonia de conejos, algunos de los cuales, a esa hora de
la tarde, se quedan inmóviles al lado del senderillo de tierra que transcurre
junto a la zona de matorrales que separa el parque de la vía del tren, se me
quedan mirando un instante con sus grandes ojos oscuros y vacíos, y a
continuación salen disparados para ocultarse a mi vista entre los arbustos.
También, en una ocasión, me salió al
paso una culebra que, dibujando con su cuerpo una espiral vertiginosa en el
camino, se escabulló a una velocidad sorprendente entre la vegetación.
Aunque supongo que mi
experiencia tampoco es comparable a la de los participantes de un ultramaratón
que transcurría por la Sierra de Guadarrama y que fueron advertidos por
efectivos de Protección Civil de la presencia de lobos en las inmediaciones,
con los que podían toparse los corredores que quedasen más rezagados y
culminaran los últimos kilómetros del recorrido tras la puesta de sol.
Sin perjuicio de la posibilidad real de un
encuentro vespertino con una manada de cánidos salvajes, a veces, los corredores
de ultramaratones sufren alucinaciones en plena carrera, y pueden ver imágenes
o ser testigos de sucesos inverosímiles, que perciben con una nitidez que les
persuade de su veracidad, sólo desmentida tiempo después, cuando, terminada la
carrera, reflexionan sobre lo que creían haber visto u oído.
Yo también tengo mi
propia experiencia, en lo que a avistamiento de especímenes extraños se refiere.
Una tarde en la que corría bajo los rayos de un sol estival que empezaba a
declinar, vi en la lejanía un animal que atravesaba rápidamente la calle
desierta a cierta distancia de donde yo me encontraba. Podría haber sido un
perro vagabundo o un gato callejero, pero no se parecía ni a uno ni a otro.
Tenía las patas muy cortas y el cuerpo alargado terminaba en una cola tan larga
como su cuerpo y su cabeza juntos. Pero lo más peculiar era su manera de
moverse, ágil y silenciosa, casi furtiva. Supongo que a lo que más se parecía
era a una rata, pero de dimensiones comparables a las de un capibara.
Considerando que no
llevaba corriendo el tiempo suficiente para ser víctima de una alucinación, y
barajando en mi subconsciente la remota posibilidad de que a algún laboratorio cercano
se le hubiera escapado un roedor al que alguien estaba sometiendo a un
experimento secreto, decidí tomar la calle en sentido contrario al de mi
avistamiento, sin dejar de mirar hacia atrás de vez en cuando para asegurarme
de la ausencia de cualquier perseguidor. Aunque siempre que paso por ese lugar echo
un vistazo en la misma dirección, buscando algún signo que pueda delatar su
presencia, no he vuelto a ver nada parecido, pero a veces me da por pensar que,
a pesar de que yo no lo vea, puede que me esté observando desde la entrada de
una madriguera cuya existencia sigue pasándome igualmente inadvertida.
Tal
vez, nuestro instinto, adormecido por la naturaleza domesticada de los parques
y jardines que adornan nuestras ciudades, incluso de los campos que rodean
nuestros pueblos, de vez en cuando, necesita rebelarse contra la anodina
previsibilidad de esos encuentros con otras especies, y busca desesperadamente
algún resquicio capaz de conducirnos de nuevo, aunque sea brevemente, hasta la
vida salvaje, en la que es necesario permanecer alerta para sobrevivir. Un
mundo en el que las huellas de los grandes felinos, el aullido de los lobos y
los ojos amarillos de los cocodrilos acechando en la oscuridad nos hagan más
conscientes de nuestra vulnerabilidad, pero también nos ayuden a sentirnos
vivos a la vez que vulnerables.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu comentario