Hace
unas semanas, el Tribunal Constitucional ha dictaminado que el confinamiento
adoptado durante la vigencia del primer estado de alarma fue contrario a la
Constitución y que, para restringir los derechos fundamentales afectados por
una medida de tanta gravedad, debería haberse declarado el estado de excepción,
que sólo puede aplicarse previa autorización del Congreso de los Diputados,
prorrogarse una sola vez y durar un máximo de 60 días.
Rápidamente,
determinados partidos, medios de comunicación y numerosos leguleyos y otros
tantos legos en derecho han venido a hacerse eco del dictamen adoptado, con un muy
estrecho margen, por tan alto tribunal para lanzar toda clase de diatribas
sobre la vulneración de derechos fundamentales y la desmesura de la acción
gubernamental, y ello a pesar de que la medida adoptada contó inicialmente con
el apoyo unánime de todos los grupos parlamentarios, fue prorrogado en varias
ocasiones, también con el apoyo explícito del Congreso de los Diputados y de
que algunos de los que ahora hablan de desmesura se rasgaron las vestiduras
ante el levantamiento de ese mismo estado de alarma del que ahora abominan con
todas sus energías.
He
de reconocer que, en su momento, me pareció una ocurrencia eso de dejar en
manos de los Tribunales Superiores de Justicia el aval a las medidas
restrictivas de derechos y libertades que, una vez levantado el estado de
alarma, pretendieran adoptar las comunidades autónomas para prevenir o
contrarrestar los efectos de la pandemia, así como un mal disimulado intento de
eludir la responsabilidad inherente a la adopción de determinadas decisiones que,
a mi juicio, corresponden exclusivamente a la autoridad gubernamental, que goza
para ello de todas las prerrogativas necesarias y tiene a su disposición una
gigantesca maquinaria administrativa; pero, visto lo visto, ahora mismo ya no
me parece tan descabellado.
He
reflexionado sobre todo esto últimamente y me parece que, salvando las
distancias, este pronunciamiento viene a poner de manifiesto la tendencia de
los jueces y tribunales de justicia a buscar cobijo en la interpretación
literal de las normas que tienen que aplicar. Y no es que yo no esté de acuerdo
con que las leyes hayan de interpretarse primeramente conforme al significado
que puede extraerse de su dicción literal (in
claris non fit interpretatio). Así lo prescribe el artículo 3 del Código
Civil, de conformidad con el cual las normas han de interpretase según el
sentido propio de sus palabras, pero también en relación con el contexto y la
realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente
a su espíritu y finalidad.
A
pesar de la sensatez de este precepto decimonónico, el órgano encargado de
interpretar una constitución redactada en 1978 y la Ley Orgánica que la
desarrolla de 1981, en un momento en el que el constituyente difícilmente podía
tener en la cabeza la necesidad de confinar a toda la población en sus
domicilios durante más de tres meses, ha preferido acogerse a una
interpretación estrictamente literal de la norma, sin atender al hecho de que la
adopción del estado de excepción obedece a situaciones cuya excepcionalidad
radica no tanto en la restricción de determinados derechos como en el hecho de
afectar al normal funcionamiento de las instituciones democráticas y de los
servicios públicos esenciales, así como por suponer una grave alteración del
orden público que no pueda restablecerse con el ejercicio ordinario de las
potestades públicas.
En
la primera redacción de su voto particular discrepante, uno de los magistrados del
alto tribunal calificó a los que apoyaron el fallo de la sentencia como ‘legos en derecho’ y ‘juristas de salón’, lo que escoció
mucho a sus compañeros que exigieron una rápida rectificación, que no tardó en
producirse, aunque probablemente Cándido
Conde-Pumpido sigue pensando lo mismo, que es, por otro lado, lo mismo que
pienso yo. Pero el problema persiste y los legos siguen desempeñando sus altas
magistraturas, con más que dudosa legitimidad dicho sea de paso, así que corremos
el riesgo de que sigan ejerciendo su función de garantes de la Constitución con
parecido criterio.
Con
todo, como digo, la cosa no me sorprende demasiado, porque con frecuencia soy
testigo de esa manera indolente de aplicar las normas, tratando de dirimir
cualquier conflicto sin hacer el menor alarde interpretativo, en sentencias
que, cuanto más extensas menos razonan en derecho, limitándose a copiar y pegar
el pronunciamiento de cualquier otro docto tribunal, sin separarse ni una coma
de sus postulados, obviando cualquier detalle que pueda obligar a replantearse
los términos del debate y aunque ese pronunciamiento al que se aferran para no
tener que devanarse la sesera proceda de un órgano jurisdiccional compuesto de
magistrados igualmente ajenos a la realidad social del tiempo en que han de
ejercer su función de intérpretes de las leyes.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu comentario