Hay cosas que se resisten a desaparecer,
por mucho que cambien los tiempos. Una de ellas es la estupidez, la capacidad
innata del ser humano de conducirse de manera equivocada y perseverar en sus
errores generación tras generación. Y otra la monarquía.
Prueba de esto último es que Isabel II
lleva la friolera de setenta y cinco años al frente de la casa real británica,
a pesar de los escándalos y crisis que han sacudido a la familia real.
Y, por nuestra parte, después de dos
repúblicas, de que un golpe de estado acabara con la segunda y cuarenta años de
dictadura, hace casi cincuenta que tenemos un rey ocupando la jefatura del
estado.
No obstante, en España la monarquía no
goza del mismo anclaje institucional que en el Reino Unido y prueba de ello es
que nuestros reyes han tenido que abdicar y ocasionalmente abandonar el país
cuando el descontento social y las turbulencias políticas hicieron imposible
que siguieran ciñendo la corona sobre sus regias cabezas.
En todo caso, esto debiera haber hecho
conscientes a los herederos de la dinastía histórica de que no conviene dar
pasos en falso, especialmente cuando se corre el riesgo de soliviantar al
pueblo que también es soberano, pero por derecho propio.
En este sentido, la ejemplaridad que
debe presidir el comportamiento de quienes gobiernan debe ser también la
primera enseña de los que ocupan un lugar tan relevante por derecho de sangre
y, en principio, no por sus propios merecimientos.
A pesar de ello, hay momentos en los que
la historia pone a prueba a los soberanos, que pueden elegir entre salir
corriendo o quedarse en su país aún a riesgo de que las bombas les sepulten
bajo los escombros de sus palacios reales, o traicionando a quienes les
designaron, apostar por un régimen parlamentario, aunque también sea para garantizar
la supervivencia de la institución, pero arriesgándose a enfurecer a los
guardianes de los principios que habían jurado obedecer.
En este sentido, la Wikipedia dice que un
emérito (del latín ex, por, y meritus, mérito; 'por mérito, debido al mérito')
es aquella persona que, después de haberse retirado del cargo que ocupaba,
disfruta de beneficios derivados de una profesión como reconocimiento a sus
buenos servicios en la misma; beneficios que pueden ser de diversa naturaleza
según el rango y la institución de que se trate.
Ese comportamiento del que hablaba suele
generar lealtades porque la lealtad es algo recíproco y, al contrario, es
prácticamente imposible guardar lealtad a alguien que nos ha traicionado.
Y como actualmente, y en nuestro
entorno, no es habitual que la guerra ponga en peligro los tejados de las
residencias palaciegas ni los golpes de estado son previsibles a corto plazo,
un monarca tiene pocas posibilidades de mostrar su determinación y, al mismo
tiempo, la lealtad hacia sus súbditos, así que no le queda más oportunidad de
exhibir sus virtudes que mostrándose virtuoso o, al menos, no exhibiendo lo
contrario a un comportamiento presidido por la virtud.
Así, por ejemplo, irse a Botsuana a
cazar elefantes mientras el pueblo pasa penurias tratando de sobrevivir a una
crisis devastadora no es una buena idea, porque puede uno caerse y poner en
evidencia, además de su declive físico, su real indiferencia hacia las vidas de
sus súbditos. Y también conviene mostrar cierto recato a la hora de cortejar
mujeres y elegir cuidadosamente amantes y compañeras para evitar que un desliz
desafortunado muestre públicamente el precio de ciertas veleidades y haga despertar
serias dudas sobre la licitud de la procedencia de los cuantiosos recursos que
permiten llevar semejante tren de vida.
Pero, cuando ya es imposible escapar del
juicio público y el desdoro de la institución propiciado por un comportamiento
caprichoso y propio de las monarquías decimonónicas resulta evidente, abdicar
puede ser lo más aconsejable y exiliarse una salida digna, siempre que no tenga
como único propósito eludir la acción de la justicia. Ahora bien, volver del
exilio, cuando se han sobreseído los procedimientos en curso, para participar
en una regata probablemente no constituye el ejemplo más edificante.
Una vez escuché a un analista decir que
el fin último de la monarquía es sobrevivir y ese objetivo guía todas sus
acciones. Pero la verdad es que ciertos comportamientos parecen conducir
irremediablemente en sentido contrario.
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