Cuando mi hija mayor
era pequeña, los fines de semana, por la mañana temprano, antes de saltar de la
cama y venir en nuestra busca, nos preguntaba a su madre y a mí, que todavía no
nos habíamos levantado, sí podía despertarse, aunque obviamente ya estaba
despierta. Pero para ella estar despierta era sinónimo de jugar, dibujar, ir al
parque, leer un cuento y otra infinidad de cosas que no podía hacer si se
quedaba en la cama, que era tanto como estar dormida, y en aquella época mi
hija nunca quería irse a dormir
Si se quedaba
dormida era en contra de su voluntad, y, aún después de haberse dormido,
había que ser extremadamente cuidadoso para no perturbar su sueño, porque, si
abría los ojos, convencerla de que volviera a dormirse era una tarea casi
imposible.
Mi hija pequeña, por
su parte, solía levantarse por la noche y venía hasta el salón, dónde estábamos
su madre y yo viendo la televisión, y se quedaba descalza en el pasillo,
observándonos por una rendija detrás de la puerta entreabierta. Siempre llevaba
consigo una muñequita de felpa azul que tenía dentro un cascabel y emitía un
sonido amortiguado que terminaba delatándola.
Pienso que sentía
curiosidad por saber que pasaba en el mundo que ella conocía cuando se apagaba
la luz de su habitación y todo quedaba en silencio, como si supiera que, en ese
mundo suyo, seguían ocurriendo cosas que desconocía y de las que quería ser
participe.
Cuando fueron
creciendo, esa necesidad de permanecer despiertas dio paso a una rutina de
sueño que coincidió con la de adaptarse al horario escolar, y madrugar dejó de
ser una elección libre para convertirse en una obligación. Y todavía lo es
ahora que se han hecho mayores, aunque han dejado de luchar contra el sueño y ,a
pesar de que no suelen tener prisa por irse a la cama, si las dejas, pueden
dormir toda la mañana, incluso estando de vacaciones.
En cuanto a mí,
llevo arañándole horas al sueño desde que recuerdo. Inicialmente fueron los
estudios los que presidieron mis primeras horas de vigilia. Después, compaginar
trabajo y estudio me privó del descanso necesario durante una serie de años en
los que sostuve un duelo titánico con Morfeo del que hoy no sería capaz. Más
tarde fue la crianza de mis hijas la que presidió mis desvelos. Y, últimamente,
la necesidad de dedicar algún momento del día a hacer algo que no sea, de una
forma o de otra, en cumplimiento de una obligación, aunque sea una obligación
autoimpuesta, me hace perseverar en mi pulso con el dios del sueño.
Pero, además de una
lucha desigual, en la que hace tiempo que llevo las de perder, es un empeño
inútil, porque, a partir de cierta hora de la noche, me convierto en un
adormilado espectador de cualquier acontecimiento que pueda tener lugar
en ese mundo que mi hija anhelaba conocer. Y, por otra parte, hace mucho tiempo
que dejé de escuchar el cascabel que, en otra época, ponía alerta mi instinto
protector y me impulsaba a coger en brazos aquel cuerpo diminuto, antes de que
el frío pudiera causarle ningún daño y depositarlo cuidadosamente en su lecho.
Como consecuencia de
lo anterior, me sigo acostando más tarde de lo que debería y me levanto
demasiado temprano para alguien que ya no necesita preguntar si puede
despertarse, porque sabe a ciencia cierta cuándo está despierto, sino que sólo
aspira a descansar media hora más, antes de que la noche se lleve su manto
protector y me quede a la intemperie con el primer rayo de luz.
Sin embargo, aunque
no me sucede lo mismo a la hora de la siesta, que se ha convertido en una parte
imprescindible de mi rutina de sueño bifásico, por la noche, sigo rehuyendo el
momento de irme a la cama.
Me he preguntado a
menudo porqué cuando anochece me sigo resistiendo a claudicar ante el
sueño, y creo que es porque sé que una vez que me sumerja en la oscuridad, la
noche transcurrirá rápidamente y, antes de que se haya desvanecido el último
girón de sombra, el despertador tocará a rebato, llamándome a iniciar una
jornada llena de incertidumbres.
Pero prefiero mil
veces esa incertidumbre relativa a una noche sin estrellas, habitada por
terrores que, a veces y a horas intempestivas, se asoman a la pantalla
del televisor y que puedo reconocer aún desde la comodidad de mi butaca y lejos
del frente de batalla, de cuya visión siempre quise mantener lejos a mis
hijas. Porque sé que, en otro lugar y otro tiempo no demasiado lejanos, las
detonaciones sordas, la respiración profunda de los depredadores nocturnos o la
fiebre y el delirio nos harían temblar ante un escenario capaz de engullirnos
entre los escombros de nuestra propia casa.
Somos afortunados de
no temer a las sombras y si acaso sentir una leve inquietud con la primera luz
del amanecer, pero levantarnos cada mañana con la sensación de que nos
conducirá por un camino seguro.
Mi único anhelo,
cuando vencido por el sueño me refugio en la seguridad de mi dormitorio es que,
en el futuro, podamos mantener la senda despejada para los que vengan detrás de
nosotros, seamos capaces de desvanecer las sombras que nos amenazan más allá
del camino y también de proteger a los indefensos que acudan en nuestra busca
queriendo participar de lo que sucede en esta parte del mundo y que aguardan al
otro lado del umbral, buscando la luz, huyendo de la oscuridad y de todo
aquello que nos amenaza desde lo profundo.
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