Me llaman poderosamente la atención
algunos de los nuevos líderes que están apareciendo en el actual panorama
político y social. Tipos zafios, a veces broncos, maleducados, que se precian
de llamar a las cosas por su nombre, que no se esconden ni maquillan su mensaje
xenófobo, misógino, y excluyente. Sujetos que han hecho del insulto una virtud
y de la provocación difamatoria un argumento. Pero que tienen un tirón popular
incuestionable. Qué son capaces de recaudar fondos para sus campañas exhibiendo
sus consignas en redes sociales, donde tienen cientos de miles de seguidores
entregados a la causa, conseguir representación parlamentaria y hasta ganar
elecciones.
No alcanzo a comprender dónde radica la
clave de su éxito ni qué tipo de razones llevan a la gente a involucrarse con
el mensaje de tales sujetos. Son la clase de individuos de la que yo, y creo
que cualquier persona normal, se alejaría si los oyese lanzar sus soflamas en
un vagón de metro. Que me harían correr en busca de un policía si se me
acercaran para pedirme dinero o una cerilla. En cuya presencia y para
salvaguardar mi integridad y la de mi familia trataría de interponer algún
obstáculo previendo el riesgo de que ellos o quienes les acompañan decidieran
exhibir una pistola, un garrote o un cuchillo en refuerzo de sus argumentos.
Pero, por extrañas razones, movilizan a la
gente, que propaga sus mensajes y mentiras, hace suyas sus consignas y, llegado
el momento, llena las urnas con papeletas que llevan su nombre.
Dicen que la gente está harta de los
políticos, de la crispación, del espectáculo de ver cómo unos y otros recurren
a la descalificación y el insulto y se dedican a tirarse los trastos a la
cabeza investidura tras investidura, sesión de control tras sesión de control.
Y debe de ser así. Pero no sé yo si la mejor manera de acabar con este estéril
intercambio de acusaciones es meter a un camorrista en la cámara de
representantes. Alguien cuya verborrea anuncia debates aún más enconados.
Nunca me han gustado los abusones, los
matones de barrio, los tipos que usan la intimidación y las amenazas para
hacerse obedecer, para imponer sus puntos de vista, ante su incapacidad
manifiesta para convencer y hacerse respetar. En realidad, no creo que le
gusten a nadie.
Pero, acólitos aparte, parece que hay un
sector de la población en edad de votar a la que le fascina el mensaje del
odio, a la que seduce la chulería del difamador, el gesto desafiante del que
reconoce abiertamente buscar la impunidad parlamentaria para mentir y seguir
difamando sin correr el riesgo de ser llevado ante los tribunales. Cómo
pensando 'él nos defenderá', de los corruptos, de los inmigrantes, de los
delincuentes, de los gays, de los musulmanes, de los zurdos.
Así que, se acabó la fiesta. Y yo me
pregunto, qué fiesta era esa que se ha acabado o se va a acabar. Supongo que
una a la que toda esa gente cabreada, que expresa su disgusto votando a tipos
que aparentan estar tan cabreados como ellos, no había sido invitada. Una
fiesta en la que, bajo el paradigma de la justicia social, vagos y maleantes se
reparten subvenciones y subsidios o lo que es lo mismo, el dinero de nuestros
impuestos, contaminan el sistema educativo y nos hacen quedar fatal en el
informe PISA, llevando al colegio y al instituto a sus hijos mestizos o
engrosan las listas de espera de la sanidad pública con sus enfermedades
traídas de ultramar.
Pues alguien tiene una solución para eso,
además de quitar la música. Y que consiste en construir, en vez de institutos y
hospitales, una prisión gigantesca al más puro estilo Bukele a las afueras de
Madrid.
Es todo tan surrealista que parece un mal
sueño o una película de Buñuel. Pero ahí están, cosechando cientos de miles de
votos, ocupando escaños en parlamentos nacionales y avanzando posiciones en la
Unión Europea, utilizando las instituciones para tratar de demoler el sistema
desde dentro, ganando elecciones y formando gobiernos. Y todo bajo la mirada
atónita de quienes no les votamos pero somos testigos de su empuje innegable.
Pero hay quien se está empezando a
despertar, cómo había pronosticado Javier Milei que sucedería en España en su
última visita a nuestro país. Y también empieza a ser consciente de lo que está
en juego. Así que Ursula von der Leyen ha empezado a hacerle guiños a Giorgia
Meloni, mostrando su predisposición a cooperar con Hermanos de Italia. Y, en
Francia, Éric Ciotti, líder de los conservadores franceses, se muestra
partidario de “una alianza” con la formación de Marine Le Pen para construir un
“bloque nacional” en las próximas elecciones legislativas. Vox tiende la mano a
Alvise Pérez, sin soltar la mano del PP, que, a su vez, se la había tendido a Vox,
al constatar que sin esta formación estaba condenado a chupar banquillo unas
cuantas legislaturas. Y Ayuso recibe y condecora a Milei. Mientras, al otro
lado del mundo, Putin se va de visita a Corea del Norte y se pasea de la mano
con Kim Jong-un, al tiempo que espera a que Donald Trump gane las elecciones
presidenciales en Estados Unidos, una posibilidad que va cobrando cada vez más
fuerza a medida que avanza la campaña y un frágil y titubeante Biden es
avasallado en el cara a cara con un delincuente que ha tenido oportunidad de
aprender de sus errores.
Y se les ve tan sobrados, tan seguros de
si mismos y con tantas posibilidades reales de conseguir sus objetivos y
alzarse con el poder, que el que más y el que menos empieza a ver la necesidad
de confraternizar con el que, hasta ahora, era el enemigo, y fijarse en que, al
fin y al cabo, son unos patriotas como la copa de un pino, que quieren lo mejor
para su país y sus ciudadanos. La pregunta, no obstante, es a qué país
representan y quiénes son esos ciudadanos cuyos intereses dicen defender. Por
eso, a estas alturas de la partida, hay que empezar a posicionarse. Para que
quede claro que somos hombres y mujeres de bien, que militamos en el lado
correcto de la ecuación. Porque, ay de aquellos que no se hayan posicionado a
tiempo y, sobre todo, de aquellos cuyo posición en el tablero está fuera de
toda duda.
Cómo dijo Breno antes de arrojar su espada
sobre la balanza, para desequilibrarla todavía más, en respuesta a las
protestas de los romanos, incrementando así el precio del rescate que estos, al
ver su ciudad devastada, se habían comprometido a pagar, ¡vae víctis!