domingo, 30 de junio de 2024

Vae victis

Me llaman poderosamente la atención algunos de los nuevos líderes que están apareciendo en el actual panorama político y social. Tipos zafios, a veces broncos, maleducados, que se precian de llamar a las cosas por su nombre, que no se esconden ni maquillan su mensaje xenófobo, misógino, y excluyente. Sujetos que han hecho del insulto una virtud y de la provocación difamatoria un argumento. Pero que tienen un tirón popular incuestionable. Qué son capaces de recaudar fondos para sus campañas exhibiendo sus consignas en redes sociales, donde tienen cientos de miles de seguidores entregados a la causa, conseguir representación parlamentaria y hasta ganar elecciones.

No alcanzo a comprender dónde radica la clave de su éxito ni qué tipo de razones llevan a la gente a involucrarse con el mensaje de tales sujetos. Son la clase de individuos de la que yo, y creo que cualquier persona normal, se alejaría si los oyese lanzar sus soflamas en un vagón de metro. Que me harían correr en busca de un policía si se me acercaran para pedirme dinero o una cerilla. En cuya presencia y para salvaguardar mi integridad y la de mi familia trataría de interponer algún obstáculo previendo el riesgo de que ellos o quienes les acompañan decidieran exhibir una pistola, un garrote o un cuchillo en refuerzo de sus argumentos.

Pero, por extrañas razones, movilizan a la gente, que propaga sus mensajes y mentiras, hace suyas sus consignas y, llegado el momento, llena las urnas con papeletas que llevan su nombre.

Dicen que la gente está harta de los políticos, de la crispación, del espectáculo de ver cómo unos y otros recurren a la descalificación y el insulto y se dedican a tirarse los trastos a la cabeza investidura tras investidura, sesión de control tras sesión de control. Y debe de ser así. Pero no sé yo si la mejor manera de acabar con este estéril intercambio de acusaciones es meter a un camorrista en la cámara de representantes. Alguien cuya verborrea anuncia debates aún más enconados.

Nunca me han gustado los abusones, los matones de barrio, los tipos que usan la intimidación y las amenazas para hacerse obedecer, para imponer sus puntos de vista, ante su incapacidad manifiesta para convencer y hacerse respetar. En realidad, no creo que le gusten a nadie.

Pero, acólitos aparte, parece que hay un sector de la población en edad de votar a la que le fascina el mensaje del odio, a la que seduce la chulería del difamador, el gesto desafiante del que reconoce abiertamente buscar la impunidad parlamentaria para mentir y seguir difamando sin correr el riesgo de ser llevado ante los tribunales. Cómo pensando 'él nos defenderá', de los corruptos, de los inmigrantes, de los delincuentes, de los gays, de los musulmanes, de los zurdos.

            Así que, se acabó la fiesta. Y yo me pregunto, qué fiesta era esa que se ha acabado o se va a acabar. Supongo que una a la que toda esa gente cabreada, que expresa su disgusto votando a tipos que aparentan estar tan cabreados como ellos, no había sido invitada. Una fiesta en la que, bajo el paradigma de la justicia social, vagos y maleantes se reparten subvenciones y subsidios o lo que es lo mismo, el dinero de nuestros impuestos, contaminan el sistema educativo y nos hacen quedar fatal en el informe PISA, llevando al colegio y al instituto a sus hijos mestizos o engrosan las listas de espera de la sanidad pública con sus enfermedades traídas de ultramar.

Pues alguien tiene una solución para eso, además de quitar la música. Y que consiste en construir, en vez de institutos y hospitales, una prisión gigantesca al más puro estilo Bukele a las afueras de Madrid.

Es todo tan surrealista que parece un mal sueño o una película de Buñuel. Pero ahí están, cosechando cientos de miles de votos, ocupando escaños en parlamentos nacionales y avanzando posiciones en la Unión Europea, utilizando las instituciones para tratar de demoler el sistema desde dentro, ganando elecciones y formando gobiernos. Y todo bajo la mirada atónita de quienes no les votamos pero somos testigos de su empuje innegable.

Pero hay quien se está empezando a despertar, cómo había pronosticado Javier Milei que sucedería en España en su última visita a nuestro país. Y también empieza a ser consciente de lo que está en juego. Así que Ursula von der Leyen ha empezado a hacerle guiños a Giorgia Meloni, mostrando su predisposición a cooperar con Hermanos de Italia. Y, en Francia, Éric Ciotti, líder de los conservadores franceses, se muestra partidario de “una alianza” con la formación de Marine Le Pen para construir un “bloque nacional” en las próximas elecciones legislativas. Vox tiende la mano a Alvise Pérez, sin soltar la mano del PP, que, a su vez, se la había tendido a Vox, al constatar que sin esta formación estaba condenado a chupar banquillo unas cuantas legislaturas. Y Ayuso recibe y condecora a Milei. Mientras, al otro lado del mundo, Putin se va de visita a Corea del Norte y se pasea de la mano con Kim Jong-un, al tiempo que espera a que Donald Trump gane las elecciones presidenciales en Estados Unidos, una posibilidad que va cobrando cada vez más fuerza a medida que avanza la campaña y un frágil y titubeante Biden es avasallado en el cara a cara con un delincuente que ha tenido oportunidad de aprender de sus errores.

Y se les ve tan sobrados, tan seguros de si mismos y con tantas posibilidades reales de conseguir sus objetivos y alzarse con el poder, que el que más y el que menos empieza a ver la necesidad de confraternizar con el que, hasta ahora, era el enemigo, y fijarse en que, al fin y al cabo, son unos patriotas como la copa de un pino, que quieren lo mejor para su país y sus ciudadanos. La pregunta, no obstante, es a qué país representan y quiénes son esos ciudadanos cuyos intereses dicen defender. Por eso, a estas alturas de la partida, hay que empezar a posicionarse. Para que quede claro que somos hombres y mujeres de bien, que militamos en el lado correcto de la ecuación. Porque, ay de aquellos que no se hayan posicionado a tiempo y, sobre todo, de aquellos cuyo posición en el tablero está fuera de toda duda. 

Cómo dijo Breno antes de arrojar su espada sobre la balanza, para desequilibrarla todavía más, en respuesta a las protestas de los romanos, incrementando así el precio del rescate que estos, al ver su ciudad devastada, se habían comprometido a pagar, ¡vae víctis!