Cuesta
trabajo salir a correr con la nariz taponada y después de haberse pasado la
mañana sonándose los mocos con un pañuelo de papel. Pero a la fuerza ahorcan,
así que llevo tres días haciendo de tripas corazón y echándome a la calle para
completar otra semana de entrenamiento antes del Maratón del próximo día 22 de
febrero.
Con
todo, el tiempo me ha respetado bastante y no ha llovido mucho, así que, hasta
ahora, he podido cumplir, mejor que peor, con el programa. Tampoco ha hecho
demasiado frío, pero la verdad es que yo, que no suelo acatarrarme en todo el
invierno, este año llevo ya tres resfriados. He leído en alguna parte que,
durante la preparación, se está más bajo de defensas, así que supongo que debe
ser eso.
Es
curioso, porque, ahora que lo pienso, mis hijas, salvo la etapa de la
guardería, en que encadenaban otitis y faringitis, una tras otra, durante el
invierno; después rara vez se han puesto enfermas. Sin embargo, yo, durante mi
infancia, pase varias veces la gripe y, cuando enfermaba, dejaba de ir al
colegio y podía tirarme tranquilamente una semana en la cama.
También
recuerdo que hacíamos deporte en pantalón corto y camiseta, en verano y en
invierno, cosa que los niños de ahora no hacen. Van en chándal y llevan
sudadera, lo cual no sé si es solo una moda o consecuencia de que el ejercicio
sea menos intenso y se compagine mejor con el hecho de ir más abrigado.
A
propósito de esto, he leído en el periódico que los niños de ahora están sobreprotegidos
por sus padres, y que eso los hace más torpes y menos resolutivos, que les
resta iniciativa y también provoca que maduren más tarde; cosa que, en parte,
se achaca a nuestra percepción del mundo y al hecho de que nos enteramos al
instante de lo que haya podido suceder en cualquier rincón del planeta, lo que
nos hace más sensibles a los peligros y a las amenazas que sentimos que se
ciernen sobre nuestra progenie.
Yo
no sé si este mundo en el que vivimos es más peligroso que la sociedad en la
que dimos nuestros primeros pasos, pero si es verdad que la forma en que lo
percibimos es diferente, más consciente, menos ingenua, aunque eso también
puede ser fruto de la edad y del efecto del paso del tiempo sobre nosotros. Por
mi parte, creo que mis hijas no son más torpes de lo que lo era yo ni tienen
menos iniciativa, más bien al contrario, las veo seguras de sí mismas y creciendo
confiadas, optimistas y alegres, sin que eso les reste responsabilidad ni un
ápice de madurez, la que se puede tener a su edad, desde luego. Y, por mi
parte, yo que he dejado de creer en algunas cosas y me he vuelto más escéptico,
trato de no contagiarles ese escepticismo, porque pienso que para poder primero
es necesario creer y, aunque seguramente yo ya no pueda hacer muchas cosas,
creo que ellas si podrán hacerlas si son capaces de seguir creyendo.
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