domingo, 18 de octubre de 2015

Bajo un cielo tormentoso


            Lleva todo el fin de semana lloviendo, por lo que no ha habido más remedio que quedarse en casita y esperar a que amaine el temporal. Así que nada de actividades al aire libre, ni de paseos en bicicleta. Para no mentir, el sábado por la mañana, aunque el cielo estaba cubierto de nubes y algunos rayos empezaron a rasgar el cielo sobre la línea del horizonte al poco de iniciar mi recorrido por las calles semidesiertas, me aventuré a salir a correr, sabiendo que la lluvia frustraría cualquier intentona posterior.

Llevaba una semana postergando el momento, por culpa de un resfriado que me ha tenido estornudando desde el domingo pasado, y sabía que, si no me demoraba mucho, podría regresar a casa indemne y sin que me sorprendiera el chaparrón que se estaba anunciando desde por la mañana temprano. Erré el pronóstico por diez minutos y  a menos de dos kilómetros de terminar, cuando ya estaba de regreso, unos gruesos goterones empezaron a repintar las calles a mi paso.

            Es agradable correr bajo la lluvia, si no hace demasiado frío ni llueve muy intensamente, y tampoco te empeñas en hacer media maratón sin más amparo que la visera de tu gorra; porque cuando empiezas a chapotear dentro de tus propias zapatillas, la cosa pierde la gracia, y lo digo por experiencia. Por eso, cuando el otoño y el invierno vienen cargados de precipitaciones, lo de salir a correr se convierte en una especie de apuesta meteorológica.

Recuerdo un año que estuvo lloviendo todo el invierno, hasta tal punto que no hubo tregua que durara más de setenta y dos horas; de forma que si me hubiese dejado intimidar por los elementos, no habría corrido con regularidad hasta bien entrada la primavera. Sin embargo, no deje de salir a correr, al menos, dos veces por semana y pocas veces me sorprendió un aguacero; eso sí, me pasaba la tarde mirando por la ventana, esperando que escampase y sin una hora fija para dejar lo que estuviese haciendo y ponerme las zapatillas a toda prisa, sabiendo que si me hacía el remolón, el dios de la lluvia castigaría mi indolencia devolviéndome a casa empapado de pies a cabeza.

Desde entonces, mirando al cielo, aspirando el aire húmedo y sopesando la velocidad del viento, creo que soy capaz de intuir, con un margen de error asumible, si durante la hora siguiente lloverá o, por el contrario, el cielo se mostrará clemente conmigo una vez más, si me echo a la calle ignorando los nubarrones cargados de agua y desafiando el ronroneo de los truenos todavía lejanos.

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