domingo, 8 de noviembre de 2015

Elogio de la honestidad


             La honestidad no es un valor al alza en la sociedad en que vivimos. Lo cual no equivale a decir que pertenezcamos a una sociedad de hombres deshonestos, aunque algunos de los que forman parte de ella, y que a veces ocupan posiciones de privilegio, no se distingan precisamente por su honestidad.

            Con frecuencia, la gente corriente tiende a contraponer honestidad con lo que considera un comportamiento delictivo o, en general, contrario a la ley o, como máximo, a los usos y costumbres de la moral dominante.

            Probablemente, sin embargo, la honestidad es otra cosa, y debería equipararse al comportamiento ejemplar de quienes no solo no se dejan corromper por el estatus quo imperante, sino que, además, son fieles a sí mismos y a una ética inmaterial que debería impregnar el subconsciente colectivo. Ser honesto no significa ser un héroe, en el sentido de observar un comportamiento heroico, que desafía peligros o hace frente a enemigos formidables. La honestidad, para mí, consiste más bien en saber decir no a lo que no es justo o, al margen de la justicia, no es correcto, a pesar del riesgo inherente de señalarse o de poder ser cuestionado, apartado o castigado por un superior, el grupo o la colectividad a la que se pertenece; e incluso a riesgo de poner en evidencia a otros.

No obstante, las consignas de ese grupo social al que se pertenece, la familia, la tribu o la nación, anulan o, en el mejor de los casos, condicionan la respuesta espontánea, porque nos aflige la posibilidad de defraudar a nuestros correligionarios.

Así, ante la amarga derrota, tanto las aficiones de los equipos de fútbol como los partidos políticos buscan excusas, elementos circunstanciales que puedan explicar el resultado y justificar el fracaso, o menoscaben el mérito del rival; cualquier cosa antes de reconocer ‘honestamente’ lo evidente, que ese rival fue superior o que la mayoría no estaba de acuerdo con una determinada política gubernamental que el resultado electoral viene a deslegitimar.

            En este sentido, me resulta asombroso que, por ejemplo, en el caso de Cataluña, después de unas elecciones que se suponían plebiscitarias, ninguna de las personas involucradas en el llamado proceso soberanista, haya reconocido lo evidente, que la mayoría no es partidaria de seguir adelante con dicha iniciativa, lo cual debería obligar, al menos, a reflexionar a sus promotores sobre la oportunidad de perseverar en sus planteamientos.

Cambiando de escenario, durante la Segunda Guerra Mundial, en un régimen como el de la Alemania nacional-socialista, hubo personas que auxiliaron a algunos de sus compatriotas o se opusieron a órdenes inhumanas, aún a riesgo de pagar las consecuencias. Y es que es precisamente en situaciones límite cuando esa cualidad del ser humano se pone a prueba. Sin embargo, al margen de situaciones extremas, en las que, a toro pasado, todo el mundo ensalza las cualidades del disidente, diariamente es posible asistir a pequeñas claudicaciones de quienes nos consideramos individuos anónimos inmersos en el seno de una colectividad que nos anula con su avasallador pensamiento mayoritario o, a veces, ni siquiera mayoritario, sino sencillamente ‘global’, en el sentido de predominante, por asumido desde las instituciones o como una verdad sobreentendida y, por eso, no cuestionada, que no incuestionable.

            Por eso, el comportamiento ejemplar, aunque sea de un individuo aislado, resulta tan necesario, porque ilumina la escena, arroja luz sobre cualquier panorama, por sombrío que se presente, y puede inspirar a otros, al animarles a seguir el ejemplo del hombre honesto, que no teme las consecuencias de sus actos.

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