La honestidad no es un valor al alza en la
sociedad en que vivimos. Lo cual no equivale a decir que pertenezcamos a una
sociedad de hombres deshonestos, aunque algunos de los que forman parte de ella,
y que a veces ocupan posiciones de privilegio, no se distingan precisamente por
su honestidad.
Con
frecuencia, la gente corriente tiende a contraponer honestidad con lo que considera
un comportamiento delictivo o, en general, contrario a la ley o, como máximo, a
los usos y costumbres de la moral dominante.
Probablemente,
sin embargo, la honestidad es otra cosa, y debería equipararse al
comportamiento ejemplar de quienes no solo no se dejan corromper por el estatus
quo imperante, sino que, además, son fieles a sí mismos y a una ética
inmaterial que debería impregnar el subconsciente colectivo. Ser honesto no
significa ser un héroe, en el sentido de observar un comportamiento heroico,
que desafía peligros o hace frente a enemigos formidables. La honestidad, para
mí, consiste más bien en saber decir no a lo que no es justo o, al margen de la
justicia, no es correcto, a pesar del riesgo inherente de señalarse o de poder
ser cuestionado, apartado o castigado por un superior, el grupo o la colectividad
a la que se pertenece; e incluso a riesgo de poner en evidencia a otros.
No obstante, las consignas
de ese grupo social al que se pertenece, la familia, la tribu o la nación,
anulan o, en el mejor de los casos, condicionan la respuesta espontánea, porque
nos aflige la posibilidad de defraudar a nuestros correligionarios.
Así, ante la amarga derrota,
tanto las aficiones de los equipos de fútbol como los partidos políticos buscan
excusas, elementos circunstanciales que puedan explicar el resultado y
justificar el fracaso, o menoscaben el mérito del rival; cualquier cosa antes
de reconocer ‘honestamente’ lo evidente,
que ese rival fue superior o que la mayoría no estaba de acuerdo con una
determinada política gubernamental que el resultado electoral viene a
deslegitimar.
En
este sentido, me resulta asombroso que, por ejemplo, en el caso de Cataluña,
después de unas elecciones que se suponían plebiscitarias, ninguna de las
personas involucradas en el llamado proceso soberanista, haya reconocido lo
evidente, que la mayoría no es partidaria de seguir adelante con dicha
iniciativa, lo cual debería obligar, al menos, a reflexionar a sus promotores
sobre la oportunidad de perseverar en sus planteamientos.
Cambiando de
escenario, durante la Segunda Guerra Mundial, en un régimen como el de la
Alemania nacional-socialista, hubo personas que auxiliaron a algunos de sus
compatriotas o se opusieron a órdenes inhumanas, aún a riesgo de pagar las
consecuencias. Y es que es precisamente en situaciones límite cuando esa
cualidad del ser humano se pone a prueba. Sin embargo, al margen de situaciones
extremas, en las que, a toro pasado, todo el mundo ensalza las cualidades del
disidente, diariamente es posible asistir a pequeñas claudicaciones de quienes
nos consideramos individuos anónimos inmersos en el seno de una colectividad
que nos anula con su avasallador pensamiento mayoritario o, a veces, ni
siquiera mayoritario, sino sencillamente ‘global’, en el sentido de
predominante, por asumido desde las instituciones o como una verdad
sobreentendida y, por eso, no cuestionada, que no incuestionable.
Por
eso, el comportamiento ejemplar, aunque sea de un individuo aislado, resulta
tan necesario, porque ilumina la escena, arroja luz sobre cualquier panorama,
por sombrío que se presente, y puede inspirar a otros, al animarles a seguir el
ejemplo del hombre honesto, que no teme las consecuencias de sus actos.
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