Esta semana, mi hija menor anda a vueltas con un
trabajo en grupo en el que, como suele ser habitual, la mitad de sus
integrantes no solo no han hecho la parte de la tarea que tenían encomendada,
sino que se niegan a realizarla, pese a los reiterados requerimientos, de quien
sí ha cumplido con su cometido, para que la ultimen antes de que venza el plazo
de entrega. De la misma manera, compañeros de clase de mi hija mayor se excusan
ante los profesores por no haber hecho los deberes esgrimiendo argumentos tan
peregrinos como que les daba pereza. Y ayer, sin ir más lejos, mi mujer me
mostraba el nulo contenido de alguno de los trabajos de fin de grado que tiene
que evaluar como miembro de un tribunal académico en la Universidad; pero que,
sorprendentemente, ha merecido una alta calificación por parte del profesor
que, se supone, habría de dirigir su elaboración, y que, a juzgar por las
apariencias, ni siquiera se ha leído o, lo que es peor, muestra un olímpico
desprecio hacia la responsabilidad que le corresponde como profesor
universitario y una mayor despreocupación por el desdoro que el hecho de avalar
tales trabajos supone para el prestigio de la universidad en la que trabaja.
Yo,
por mi parte, cuando daba clases en esa misma Universidad, me enfrentaba cada
curso a las pretensiones de alumnos que, no habiendo acreditado un mínimo
conocimiento de la materia y obteniendo en el examen final de la asignatura
pésimas calificaciones, reclamaban ante el departamento de Derecho Privado,
para que se revisara su nota, no dudando en apurar todos los resortes que el
reglamento de régimen académico ponía a su alcance. Y, más de una vez, tuve que
atender requerimientos en los que se me pedía que justificara
pormenorizadamente dichas calificaciones, incluso en supuestos en los que la
reclamación se había formalizado fuera de plazo o el alumno en cuestión ni
siquiera se había molestado en acudir a la revisión de su examen ante el
profesor de la asignatura, en estos casos, yo mismo.
Así
las cosas, no resulta sorprendente que, una vez superado el periodo de
enseñanza obligatorio, o no obligatorio, prolifere en nuestro país una caterva
de pseudoprofesionales, en manos de los cuales pueden recaer en el futuro
tareas o cometidos para los que se les supone preparados, pero que, al margen
de que hayan encontrado la motivación para trabajar que no hallaron durante su
precedente etapa de formación, podrían no tener la menor posibilidad de afrontar
con éxito.
Por
desgracia, a veces, la cosa no termina ahí, sino que, observando un poco a
nuestro alrededor, podemos ver como personajes carentes de la más mínima
cualificación y absolutamente faltos de aptitud para ello, copan puestos de
responsabilidad, muchas veces sin tener que recurrir ni siquiera al nepotismo,
sino perseverando en sus aspiraciones, hasta encontrar un lugar lo
suficientemente cómodo y bien remunerado como para colmar su ambición, que
muchas veces no les falta, aunque sea inversamente proporcional a sus
merecimientos; que, como si de una cadena de favores perversa se tratara,
podrán encumbrar en el futuro a otros tan carentes de cualificación y aptitudes
como ellos mismos.
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