Hay
un calificativo que se ha vuelto viral estos días. Se lo ha adjudicado el jefe
de la oposición al Presidente del Gobierno, al que ha tildado de felón. El
diccionario equipara la felonía a la traición y también a la deslealtad, y es
una acusación grave que implica poner en entredicho la integridad y la
honorabilidad de alguien, con independencia del lugar que ocupe en la sociedad,
de su mayor o menor visibilidad.
Un
traidor nunca se redime. Puede obtener una recompensa de quien sobornó su voluntad,
prebendas o privilegios de aquellos que se valieron de su felonía para usurpar
el poder, encarcelar al jefe de un clan mafioso, provocar un motín, conquistar
una ciudad o envenenar a un enemigo al que no podían abatir por otros medios menos
abyectos. Pero, aún estos es posible que, en su fuero interno, desprecien al
que, con su actuación, decantó la balanza de su lado.
La
traición se comete desde una posición privilegiada, lo cual quiere decir que no
todo el mundo está en condiciones de ser un traidor. Para eso es necesario que
se le haya hecho depositario de la confianza necesaria, que se le haya
permitido acceder a determinada información, se le haya encomendado un secreto
o se le haya hecho custodio de un tesoro o de un bien especialmente preciado.
Con lo cual lo que se traiciona es precisamente la confianza depositada. Por
eso también la traición puede ser especialmente dolorosa, sobre todo sí quien
asesta el golpe es el amigo, el
confidente, el amante o el hermano.
En la ficción, sin
embargo, el traidor aparece, a veces, investido de una aureola que puede
convertirle en un héroe o, por lo menos, en una víctima de aquellos a los que
traicionó. Puede ser alguien que está solo y al que atormenta la iniquidad de
quienes le rodean o siente que necesita hacer algo para evitar un mal mayor,
remediar una injusticia o compensar el daño causado, del que se siente
corresponsable, aunque sea por omisión. En esos casos, el felón necesita hacer
acopio de todo su valor para romper el círculo de voluntades en el que se
encuentra preso.
Se me vienen a la
memoria algunos célebres traidores que la literatura o el cine se han encargado
de inmortalizar, como Fletcher Christian, primer oficial del Bounty; Terry
Malloy, el protagonista de La ley del silencio (ambos magistralmente
interpretados por Marlon Brando); Cómodo, el ambicioso hijo y asesino del
emperador Marco Aurelio en la película Gadiator (también interpretado por un
magistral Joaquín Phoenix); o, finalmente, Louis de Pointe du Lac, el vampiro a
su pesar de la novela de Anne Rice, Confesiones de un vampiro. Cada uno de
ellos tiene sus propias motivaciones, algunas muy poderosas, para actuar como lo
hace.
Pero en la vida real,
los traidores suelen tener otras, menos elevadas o directamente mezquinas. Y,
por otra parte, la traición no es siempre un acto que cometa un individuo
aislado contra otro o contra un grupo o comunidad. A veces, la traición se
consuma por parte de un colectivo y el traicionado puede ser un solo individuo.
Pero, con independencia de ello, al final, el o los traidores serán tratados
como héroes o como villanos dependiendo de quién cuente su historia.
Con todo, lo más
difícil es sobrevivir a una traición. Ser capaz de desclavar el puñal y no
morir desangrado. Naturalmente, esto es más difícil todavía cuando son varias
las heridas inciso-contusas y la turba se arremolina alrededor del traicionado.
Pero, con todo, lo peor son las heridas invisibles, esas que llenan de
costurones el corazón y vuelven a las personas retraídas y desconfiadas. Por
eso, la mejor manera de vengarse de un traidor es sobrevivir a la traición,
levantarse y seguir caminando, mirar alrededor y reconocer a los que
permanecieron fieles, a los que nos tendieron la mano en el momento más oscuro.
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