El año pasado, alguien consiguió burlar
los controles de seguridad en el Valle de los Caídos para pintar de rojo la
tumba de Franco, cuyos restos pueden ser exhumados antes de que termine la
legislatura. Supongo que como represalia, hace un par de semanas, otro u otros
sujetos profanaron las tumbas de Pablo Iglesias y la Pasionaria, que
aparecieron cubiertas de pintura blanca, aunque esta vez no hubo que saltarse
ningún control porque nadie custodiaba los sepulcros profanados.
Sobre
la relevancia que pueden tener los lugares vinculados a ciertos personajes, hace
algún tiempo leí en el periódico que el gobierno austriaco se proponía demoler la
casa natal de Adolfo Hitler, con el fin de evitar que se convirtiera en un
lugar de encuentro de neonazis. Por parecidas razones, el cuerpo de Bin Laden
fue arrojado al mar y reposa en el fondo del océano, con objeto de impedir que
su tumba terminara siendo un centro de peregrinación de extremistas islámicos.
Tal vez una forma de prevenir una cosa
y la otra, que determinados lugares se conviertan en símbolos dignos de ser
reverenciados para unos y en una dolorosa ofensa para otros, sería incinerar a los muertos y
esparcir sus cenizas al viento. Pero, probablemente, desenterrar a los que ya
están enterrados para incinerarlos no dejaría de considerarse otro acto de
profanación.
Al margen de ello, no entiendo qué
clase de ofensa puede haber impulsado a alguien, por ejemplo, a profanar la
tumba de un político que lleva casi cien años muerto. Cómo tampoco entiendo que
el cementerio judío de Quatzenheim, apareciera esta semana cubierto de
esvásticas y eslóganes antisemitas, coincidiendo con las marchas y actos
programados en toda Francia, precisamente, contra el antisemitismo.
Los campos de Europa están sembrados de
cruces blancas. Debajo de cada una de ellas, yace un soldado que murió víctima
de un conflicto que no le concernía personalmente. Su ejecutor puede que repose
bajo esa misma tierra a no demasiada distancia. Pero los artífices de esos
conflictos no siempre saldaron cuentas con la historia. Es posible que algunos incluso
reposen, bajo losas de mármol, en panteones ilustres o mausoleos en los que
ángeles de piedra sostienen coronas de laurel sobre sus cabezas.
Y en otros muchos lugares del mundo, a
lo largo de la historia, los huesos de los muertos sin nombre han abonado la
tierra sobre la que marcharon los ejércitos de los imperios que devastaron esa
misma tierra y cuyos reyes fueron enterrados en tumbas que todavía hoy
visitamos.
Pero, cuando todavía no ha pasado el
tiempo necesario para que se pierda la memoria de las guerras libradas por nuestros
antepasados, cuando solo un par de generaciones separan a los muertos de los
vivos, es difícil que las tumbas se hayan enfriado lo suficiente como para olvidar
a los que yacen bajo la tierra. Sí, aunque los supervivientes siguieran
viviendo bajo el mismo cielo, los vencidos no han podido reposar bajo la misma
tierra que los vencedores, es que algo queda todavía por hacer antes de dar por
terminada definitivamente la contienda. Es necesario llegar a un acuerdo para
poner paz de una vez en la tierra devastada. Y, de la misma manera que las
treguas sirven para retirar los cadáveres del campo de batalla y darles
sepultura en un lugar alejado de las llamas, ahora es legítimo buscar los cuerpos
que reposan bajo el polvo anónimo para llevarlos a otro lugar y clavar una cruz
sobre la tierra o, al menos, ponerle un nombre a sus tumbas. Pero también es necesario
borrar para siempre otros nombres de los mausoleos, de los panteones ilustres,
antes de que pase más tiempo, y olvidemos el origen de nuestro odio pero seamos
incapaces de dejar de odiarnos.
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