Acudir
al juzgado en tiempos de la actual pandemia se ha convertido en una experiencia
singular. Desde que se reanudaron los plazos procesales, los letrados estamos
dispensados del uso de toga, pero a cambio, igual que en cualquier otro ámbito,
la mascarilla resulta preceptiva. Así que, en cuanto salgo por la puerta de mi
despacho, me encajo la mía y me convierto en un ciudadano embozado que con
dudosas intenciones se encamina a buen paso a la sede judicial, aunque también podría
dirigirse a un banco o a cualquier otra parte, con otros móviles igualmente
dudosos. El trayecto no dura más de veinte minutos, pero, con las temperaturas
veraniegas, cuando he terminado de subir al menos diez tramos de escaleras hasta
llegar ante la puerta de la oficina judicial para acreditarme, algunas gruesas gotas
de sudor se han formado sobre mi labio superior y amenazan con empapar la
mascarilla.
Ya
en la puerta, con objeto de salvaguardar la salud de los funcionarios de
gestión, tramitación y auxilio judicial, una mesa colocada estratégicamente impide
el acceso al recinto de la oficina, mientras frente a la puerta o en el pasillo
se va congregando un grupo cada vez más numeroso de abogados y graduados
sociales, en ocasiones acompañados de sus respectivos clientes. Sobre la mesa
hay colocada una mampara transparente que solo serviría de parapeto si quienes
se sitúan a uno y otro lado de la misma estuviesen sentados en una silla, aunque
no hay asientos en ninguno de sus extremos, lo que obliga a permanecer de pie,
salvo que uno opte por sentarse en el suelo, en cuyo caso la mampara resultaría
igualmente inútil.
Si
se llega a un acuerdo en la conciliación previa, se levanta la barrera y los
litigantes pueden acceder a la oficina para redactar y ratificar los términos
del compromiso contraído, trámite que en ocasiones puede prolongarse durante un
buen rato. El otro día, en uno de los Juzgados de lo Social, al acto de
conciliación concurrimos siete personas: el actor, los representantes de dos de
las empresas codemandadas, sus respectivos abogados y el Fondo de Garantía
Salarial, a los que se sumaron la letrada de la Administración de Justicia y el
funcionario encargado de redactar el acta, si bien en las inmediaciones había
otra media docena de funcionarios, sentados en sus mesas o transitando de un
lugar a otro.
Eso si, todos con
nuestras mascarillas reglamentarias, aunque no había dos iguales: el abogado
del trabajador llevaba una negra, a juego con un sobrio traje de chaqueta y una
corbata también negra; el letrado de las empresas lucía una quirúrgica que le
cubría casi toda la cara, excepto sus expresivos ojos azules que relampagueaban
debajo de unas cejas rubias y encrespadas, y yo por mi parte me ocultaba detrás
de una de tela blanca que se me pegaba a la piel humedecida por el sudor.
El funcionario en
labores de escriba, un joven alto y fibroso, llevaba otra de tela de color azul
que se le caía constantemente, dejando al descubierto un prominente apéndice
nasal, lo que le obligaba a recolocársela pellizcándola con los dedos, mientras
gesticulaba y movía los brazos ante las frecuentes observaciones de los
letrados sobre la necesidad de precisar determinados aspectos del acuerdo, obligándole
a volver una y otra vez sobre lo inicialmente redactado.
He dicho que todos
llevábamos mascarilla, pero en realidad dicha afirmación es inexacta. El cuadro
lo completaba la letrada de la Administración de Justicia que desparramaba su voluminoso
cuerpo sobre una silla algo endeble situada junto al funcionario-escriba, y
que, en lugar de mascarilla, se cubría la cara con una pantalla de plástico
sujeta a la frente por una especie de diadema, lo que le confería el aspecto de
una soldadora aficionada tomándose un respiro antes de volver a coger el
soplete para cerrar una fisura en alguna estructura metálica oculta entre las
paredes de su despacho.
Ya en la sala de
vistas, después de hacer uso del dispensador de gel hidroalcohólico situado
junto a la puerta, el estrado, la disposición de las defensas y del juez y la
omnipresencia de las mascarillas me trasladó al quirófano de una vetusta facultad
de medicina, en la que parecía que estuviese a punto de irrumpir una camilla
con un litigante maltrecho sobre cuyo cuerpo inerte nos disponíamos a practicar
algunas incisiones con objeto de comprobar la veracidad de sus dolencias y
argumentos, hacer un diagnóstico lo más preciso posible y administrarle un
remedio eficaz o mandarlo a su casa sin suturarle siquiera las heridas
infligidas durante el interrogatorio.
En algunos casos, los
letrados y el juez estamos aislados por una especie de cabina de plástico
transparente que pretende evitar que escupamos a nuestros contendientes durante
el alegato o salpiquemos accidentalmente al juez con gotitas de saliva
contaminando de esta manera su imparcial criterio.
También el otro día, en
fase de prueba, la defensa de la parte actora propuso el interrogatorio de
varios testigos a los que no se había permitido el acceso al edificio hasta que
fueran llamados para declarar. El inconveniente era que ese día la sala de
vistas habilitada se ubicaba en la séptima planta, con lo cual hubo que ir a
buscarlos a la calle y, de observar las recomendaciones de los expertos,
habrían tenido que declarar después de poner a prueba su sistema cardiovascular,
lo que me hizo imaginarme una sucesión de testimonios entrecortados por la
necesidad de recobrar el aliento después de tamaño esfuerzo, con la
consiguiente posibilidad de que alguno de ellos empezase a toser, o a
manifestar algún otro síntoma sospechoso, inundando la sala de gotitas de
saliva. Para postre, yo había cedido galantemente a mi colega, y casualmente
compañera de promoción, la única cabina a disposición de la defensa de los
codemandados, lo cual me dejaba en las inmediaciones de los testigos y expuesto
a una tormenta de aerosoles. No obstante, a pesar de su juventud y presunto
vigor, todos ellos hicieron uso del ascensor, lo cual permitió que los
interrogatorios se practicaran sin incidentes reseñables.
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