domingo, 27 de septiembre de 2020

Mascarada

 

            Acudir al juzgado en tiempos de la actual pandemia se ha convertido en una experiencia singular. Desde que se reanudaron los plazos procesales, los letrados estamos dispensados del uso de toga, pero a cambio, igual que en cualquier otro ámbito, la mascarilla resulta preceptiva. Así que, en cuanto salgo por la puerta de mi despacho, me encajo la mía y me convierto en un ciudadano embozado que con dudosas intenciones se encamina a buen paso a la sede judicial, aunque también podría dirigirse a un banco o a cualquier otra parte, con otros móviles igualmente dudosos. El trayecto no dura más de veinte minutos, pero, con las temperaturas veraniegas, cuando he terminado de subir al menos diez tramos de escaleras hasta llegar ante la puerta de la oficina judicial para acreditarme, algunas gruesas gotas de sudor se han formado sobre mi labio superior y amenazan con empapar la mascarilla.

            Ya en la puerta, con objeto de salvaguardar la salud de los funcionarios de gestión, tramitación y auxilio judicial, una mesa colocada estratégicamente impide el acceso al recinto de la oficina, mientras frente a la puerta o en el pasillo se va congregando un grupo cada vez más numeroso de abogados y graduados sociales, en ocasiones acompañados de sus respectivos clientes. Sobre la mesa hay colocada una mampara transparente que solo serviría de parapeto si quienes se sitúan a uno y otro lado de la misma estuviesen sentados en una silla, aunque no hay asientos en ninguno de sus extremos, lo que obliga a permanecer de pie, salvo que uno opte por sentarse en el suelo, en cuyo caso la mampara resultaría igualmente inútil.

            Si se llega a un acuerdo en la conciliación previa, se levanta la barrera y los litigantes pueden acceder a la oficina para redactar y ratificar los términos del compromiso contraído, trámite que en ocasiones puede prolongarse durante un buen rato. El otro día, en uno de los Juzgados de lo Social, al acto de conciliación concurrimos siete personas: el actor, los representantes de dos de las empresas codemandadas, sus respectivos abogados y el Fondo de Garantía Salarial, a los que se sumaron la letrada de la Administración de Justicia y el funcionario encargado de redactar el acta, si bien en las inmediaciones había otra media docena de funcionarios, sentados en sus mesas o transitando de un lugar a otro.

Eso si, todos con nuestras mascarillas reglamentarias, aunque no había dos iguales: el abogado del trabajador llevaba una negra, a juego con un sobrio traje de chaqueta y una corbata también negra; el letrado de las empresas lucía una quirúrgica que le cubría casi toda la cara, excepto sus expresivos ojos azules que relampagueaban debajo de unas cejas rubias y encrespadas, y yo por mi parte me ocultaba detrás de una de tela blanca que se me pegaba a la piel humedecida por el sudor.

El funcionario en labores de escriba, un joven alto y fibroso, llevaba otra de tela de color azul que se le caía constantemente, dejando al descubierto un prominente apéndice nasal, lo que le obligaba a recolocársela pellizcándola con los dedos, mientras gesticulaba y movía los brazos ante las frecuentes observaciones de los letrados sobre la necesidad de precisar determinados aspectos del acuerdo, obligándole a volver una y otra vez sobre lo inicialmente redactado.

He dicho que todos llevábamos mascarilla, pero en realidad dicha afirmación es inexacta. El cuadro lo completaba la letrada de la Administración de Justicia que desparramaba su voluminoso cuerpo sobre una silla algo endeble situada junto al funcionario-escriba, y que, en lugar de mascarilla, se cubría la cara con una pantalla de plástico sujeta a la frente por una especie de diadema, lo que le confería el aspecto de una soldadora aficionada tomándose un respiro antes de volver a coger el soplete para cerrar una fisura en alguna estructura metálica oculta entre las paredes de su despacho.

Ya en la sala de vistas, después de hacer uso del dispensador de gel hidroalcohólico situado junto a la puerta, el estrado, la disposición de las defensas y del juez y la omnipresencia de las mascarillas me trasladó al quirófano de una vetusta facultad de medicina, en la que parecía que estuviese a punto de irrumpir una camilla con un litigante maltrecho sobre cuyo cuerpo inerte nos disponíamos a practicar algunas incisiones con objeto de comprobar la veracidad de sus dolencias y argumentos, hacer un diagnóstico lo más preciso posible y administrarle un remedio eficaz o mandarlo a su casa sin suturarle siquiera las heridas infligidas durante el interrogatorio.

En algunos casos, los letrados y el juez estamos aislados por una especie de cabina de plástico transparente que pretende evitar que escupamos a nuestros contendientes durante el alegato o salpiquemos accidentalmente al juez con gotitas de saliva contaminando de esta manera su imparcial criterio.

También el otro día, en fase de prueba, la defensa de la parte actora propuso el interrogatorio de varios testigos a los que no se había permitido el acceso al edificio hasta que fueran llamados para declarar. El inconveniente era que ese día la sala de vistas habilitada se ubicaba en la séptima planta, con lo cual hubo que ir a buscarlos a la calle y, de observar las recomendaciones de los expertos, habrían tenido que declarar después de poner a prueba su sistema cardiovascular, lo que me hizo imaginarme una sucesión de testimonios entrecortados por la necesidad de recobrar el aliento después de tamaño esfuerzo, con la consiguiente posibilidad de que alguno de ellos empezase a toser, o a manifestar algún otro síntoma sospechoso, inundando la sala de gotitas de saliva. Para postre, yo había cedido galantemente a mi colega, y casualmente compañera de promoción, la única cabina a disposición de la defensa de los codemandados, lo cual me dejaba en las inmediaciones de los testigos y expuesto a una tormenta de aerosoles. No obstante, a pesar de su juventud y presunto vigor, todos ellos hicieron uso del ascensor, lo cual permitió que los interrogatorios se practicaran sin incidentes reseñables.

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