domingo, 29 de mayo de 2022

Las más altas cotas de la miseria

 

Últimamente se habla mucho de la gran dimisión y de las dificultades que tienen las empresas para ocupar determinados puestos de trabajo, en particular, en España, en el sector de la hostelería. Pero es comprensible que a nadie le apetezca trabajar de camarero durante una jornada de doce horas seis días a la semana, sin cobrar horas extraordinarias, percibiendo con frecuencia un salario por debajo de lo que establece el convenio del sector y, a veces, sujeto formalmente a un contrato a tiempo parcial, y a merced de una temporalidad que suele ser norma.

Esta semana he escuchado de boca del presidente de Estados Unidos y de la ministra de trabajo la misma receta encaminada a combatir esas dificultades para cubrir los puestos de trabajo vacantes, pagar más. Y es verdad que, solo con que esos puestos de trabajo estuvieran retribuidos conforme a nuestro ordenamiento laboral, estoy convencido de que no habría tantas vacantes por cubrir. Pero también es verdad que muy probablemente eso provocaría una subida de precios con la que no todo el mundo estaría tan de acuerdo. Porque en un sector en el que son frecuentes estas prácticas abusivas, aquella empresa que quiera cumplir con la legalidad corre el riesgo de colocarse en posición de desventaja competitiva y puede verse abocada al cierre con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo, esos mismos que se quiere preservan aunque sean precarios y estén mal retribuidos.

Pero no son sólo los bares y los restaurantes los que pagan poco y mal. Hoy en día, la mayoría de los funcionarios que ingresan al servicio de la Administración del Estado, en ciudades como Madrid o Barcelona, con su sueldo, tiene serias dificultades para pagar un alquiler y garantizar su sustento y puede verse obligado a compartir piso si no quiere o no tiene la posibilidad de seguir viviendo en casa de sus padres. Lo que puede traer consigo que muy pronto esa administración tenga los mismos problemas para reponer sus efectivos.

También he leído que, en los suburbios de Tokio hace tiempo que empezaron a proliferar unos establecimientos en los que, a cambio de un precio módico, puede disponerse de un cuarto minúsculo con conexión wifi y derecho a ducha. Y que hay un número creciente de trabajadores precarios, sobre todo mujeres jóvenes, que recurren a este servicio porque, además de ser mucho más económicos, a diferencia de los hoteles, garantiza el anonimato y les permite subsistir, aunque no sea en las mejores condiciones.

Por otra parte, en Shanghái, para cumplir con las medidas de confinamiento decretadas por las autoridades pero no detener la producción, algunas empresas han optado por crear espacios para dormir en sus instalaciones, lo que constituye toda una alternativa al teletrabajo. Aunque la situación se asemeja bastante a la de los funcionarios de la administración recluidos en su habitación de un piso compartido con otros empleados públicos para poder afrontar el pago del alquiler teletrabajando tres días a la semana para aligerar las facturas de consumo de la administración a costa de asumirlos con cargo a su propio bolsillo (mejor eso que ponerles un catre en la oficina, que lo mismo les da por quedarse charlando por la noche con la luz encendida y menudo ahorro íbamos a conseguir).

Con frecuencia se critica a los jóvenes por sus hábitos de vida y se dice que no tienen prisa por independizarse porque tienen cubiertas todas sus necesidades. Pero tener un móvil de última generación, gastarse la paga comprando ropa en SHEIN o pasarse las horas viendo series de NETFLIX no es sinónimo de nada. Por esa regla de tres, cuando no había teléfonos móviles, nadie compraba por internet y todo el mundo veía los mismos programas de televisión, nosotros a su edad también teníamos cubiertas todas nuestras necesidades. No obstante, muchos de ellos no pueden plantearse seriamente salir de casa de sus padres y les resulta difícil imaginar una vida laboral que no esté expuesta a la precariedad o a los avatares de una nueva crisis económica. Y así las cosas no es extraño que no se planteen la posibilidad de tener hijos, pero no por egoísmo sino por puro sentido común.

En su lugar, yo estaría frustrado y furioso y pensaría que alguien me estaba birlando el futuro a cambio de una suscripción a HBO o a cualquier otra plataforma de pago y de la posibilidad de irme de vacaciones cuatro días al extranjero aprovechando alguna oferta low cost, aunque sea a costa de peregrinar por los aeropuertos de medio mundo antes de llegar a mi destino. Y tal vez empezaría a plantearme si quiero formar parte de un sistema que parece incapaz de revertir una dinámica de producción y consumo que, lejos de lo que predican sus defensores, empobrece a la mayoría de la que formo parte y nos ha conducido a una espiral climática de autodestrucción de la que, cuando voy al McDonald's a tomarme una hamburguesa, porque es todo lo que me puedo permitir, además tengo que sentirme responsable.

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