jueves, 18 de agosto de 2022

El incidente

 

La toma de posesión del nuevo presidente de Colombia ha dado una nueva oportunidad a la polémica sobre la monarquía española y ha permitido posicionarse a los detractores y partidarios de la institución en los lugares que ya venían ocupando respectivamente mucho antes de que el rey permaneciera sentado al paso de la espada de Simón Bolívar durante la ceremonia de investidura, en la que otros dignatarios si se levantaron de sus asientos con un gesto reverencial que se ha echado de menos en el Jefe del Estado.

En mala hora para nuestra institución se le ocurrió a Gustavo Petro pedir que le llevaran la reliquia al acto de su toma de posesión, máxime cuando España todavía no se ha decidido a pedir perdón por los atropellos cometidos durante la conquista de América. Y es que hay quien considera que este gesto viene a echar sal en las heridas causadas por la propia mano otrora poderosa del rey de todas las Españas y parece más propio de un conquistador, en horas bajas, ante la visión del arma blanca que nos desangró en otra época paseándose por delante de sus narices, al que solo le habría faltado espetarle al representante de México en esa misma ceremonia un ¡por qué no te sientas!, para poner de manifiesto su resentimiento.

Este incidente me recuerda aquella otra ocasión en la que el por entonces jefe de la oposición permaneciera igualmente sentado sobre sus posaderas al paso de la bandera de nuestro amigo y aliado, Estados Unidos. Aunque, curiosamente, algunos de los que denostaron entonces su conducta, no sólo consideran irreprochable el comportamiento observado por el actual monarca, sino que, en ciertos casos, han reclamado que se retiren de la vía pública las estatuas del libertador. Bueno, pues parece que hay patriotas a los que ya se les ha olvidado el incidente del Maine y el papel de nuestro ‘amigo’ en el declive final del imperio patrio.

Luego están los que asocian el suceso a la institución monárquica y aprovechan la ocasión para reivindicar un presidente para la república. Cómo si tuviéramos asegurado de antemano que el Presidente de la III República española, fuera quien fuese, tuviera que saltar como un resorte de su asiento al paso de la bandera o de la espada correspondiente. Que ya me estoy imaginando a alguno en funciones de gobierno pidiendo, al mismo tiempo que arrancaba de sus pedestales las estatuas de Bolívar y San Martín, que se trajera a la ceremonia de inauguración de unos hipotéticos Juegos del Mediterráneo a celebrar en España, la espada del Cid Campeador, para poner a prueba la capacidad de reacción a tales estímulos de las extremidades inferiores de los dignatarios de los países del Magreb.

De la misma manera, me imagino que, si, para no herir susceptibilidades, hemos sido capaces de cambiarle el nombre a la ensaladilla rusa de un menú servido durante la cumbre de la OTAN, en las circunstancias actuales, nadie reprocharía a nuestros líderes que permanecieran en postura sedente, al paso de la bandera rusa o de la espada del mismísimo Aleksandr Nevski.

 Es curioso esto de los símbolos, porque, a veces, los mismos a los que les molesta mucho que alguien se meta con los suyos, suelen encontrar justificación para las faltas de consideración hacia los de los demás. Claro que también están los que reniegan de los propios y el día de la fiesta nacional se quedan en la cama igual, pero luego les parecen estupendas las demostraciones de apego de los demás a sus tradiciones.

Pero, es lo cierto que, por razones no siempre fáciles de comprender, mucha gente se identifica con himnos, banderas, escudos y tradiciones; y que es mucho más fácil de lo que uno se imagina herir sensibilidades, echándole por ejemplo guisantes a la paella o, a lo mejor, también cambiándole el nombre a la ensaladilla. Así que tal vez lo mejor sería relativizar la importancia de algunos símbolos y evitar de esta manera que la gente termine identificándose más con el escudo de un equipo de fútbol que con sus congéneres del equipo contrario; pero, mientras conseguimos diferenciar a los amigos, aunque sean potenciales, de las banderas que los representan, guardar la compostura cuando nuestros semejantes exhiben símbolos que consideran relevantes, por mucho que para nosotros carezcan de relevancia.

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