Un Macguffin es una excusa argumental que sirve para
desarrollar una historia y que frecuentemente resulta irrelevante, en el
sentido de que la trama avanzaría por los mismos derroteros sin alterar su
esencia, aunque sustituyeramos ese elemento por otro distinto que pudiera
servir igualmente de pretexto para contar la misma historia.
El cine y la literatura están llenos de macguffins y
hay historias maravillosas que a todos nos encantan a pesar de que, analizadas
con cierto rigor desapasionado, no resistirían una crítica mínimamente seria
sobre la consistencia de su argumento.
Rosebud, el
pequeño trineo de Charles Foster Kane, el millonario protagonista de ‘Ciudadano Kane’, se ha considerado uno
de los Macguffin más importantes de la historia del cine. Pero mi favorito es,
sin duda, el Arca de la Alianza de la película ‘En busca del arca pérdida’, cuyo argumento, por cierto, es
diseccionado sin piedad por Amy Farrah Fowler en un episodio de la serie ‘Big Bang Theory’, a propósito de la
irrelevancia del protagonista, el mísmisimo Indiana Jones, en el desenlace
final de la aventura, dado que, aún sin su participación, resulta más que probable que los Nazis hubieran terminado encontrando
el arca, abriéndola y convertidos en gelatina.
Desde mi punto de vista, no sólo el héroe de la saga
es prescindible, sino que también resulta perfectamente sustituible el elemento
entorno al cual gira toda la historia, ya que podría haber sido cualquier otra
reliquia o tesoro oculto en las arenas de un desierto, en lo más intrincado de
la selva amazónica o en el fondo del océano. De hecho, se supone que el Arca de
la Alianza contenía las Tablas de la Ley, la vara de Aarón y una vasija de
maná, por lo que se me ocurren otros objetos más adecuados para albergar
maldiciones o elementos sobrenaturales capaces de aniquilar a cualquiera que no
mantuviese los ojos convenientemente cerrados en el momento de su profanación,
y que pudieran justificar igualmente una singladura que llevara a sus
protagonistas desde Nepal hasta el mar Egeo, pasando por las pirámides de Guiza.
A veces pienso que la vida está llena de macguffins,
circunstancias a las que otorgamos una relevancia de la que, en realidad,
carecen. Y con frecuencia pensamos que un hecho aislado ha condicionado nuestra
historia personal, que si no se hubiera dado tal o cual circunstancia, para
bien o para mal, la vida nos habría conducido en otra dirección, pero no en
todos los casos tendría porqué ser así.
Por ejemplo, un banquero, que haya dedicado toda su
vida a amasar una gran fortuna, podría haber reunido una fortuna semejante o
aún mayor si se hubiera esforzado en la misma medida por llevar una vida
delictiva ejemplar, tal vez sin necesidad de arruinársela al mismo número de
personas. O tal vez un asesino convicto y confeso, en determinadas
circunstancias, podría haberse convertido en un soldado con la guerrera repleta
de condecoraciones y, sin embargo, haber matado a sangre fría un sinnúmero de
mujeres, ancianos y niños. Y un gurú de la economía podría mutar su trayectoria
transformándose en un popular predicador televisivo y lanzando los mismos
funestos augurios sobre el futuro inmediato de nuestra sociedad.
Pero también un esforzado funcionario habría podido,
alternativamente, satisfacer las mismas necesidades de gentes anónimas
gestionando de forma honesta su propio negocio o ejerciendo la abogacía
conforme a un estricto código deontológico. También un menesteroso misionero,
aún sin profesar ninguna fe, podría haber velado por los mismos necesitados
militando en una ONG y aun sin ella. Y un científico eminente haber
desarrollado su intelecto elaborando un pensamiento filosófico capaz de
cuestionar los postulados de la ciencia y la tecnología, llegando a las mismas
o parecidas conclusiones sobre el origen de la vida o los límites de la inteligencia
artificial.
Ahora bien, esto no significa que todo elemento
circunstancial se convierta necesariamente en un Macguffin. Con demasiada
frecuencia, no principalmente las decisiones equivocadas, sino sobre todo las
circunstancias sociales, económicas y culturales condicionan la trayectoria
vital de las personas, privándoles de oportunidades que les habrían brindado
una vida mejor, pero que no sólo han impedido hacer de ellas individuos
exitosos, sino que también nos han privado a los demás de la oportunidad de
participar del resultado de la explotación de sus capacidades. Y, en este
sentido, cabe preguntarse cuántos científicos, artistas o intelectuales no han
llegado a serlo porque no tuvieron la oportunidad.
A sensu contrario, avatares de diversa índole, a lo
largo de la historia, han convertido a individuos funestos en azotes de la
humanidad y frecuentemente, a nivel local, los azares del destino hacen que sujetos
sin el menor talento, inteligencia o mérito reseñable alguno terminen ocupando
tribunas y cátedras, copando escenarios o escribiendo titulares, para
consternación de la comunidad que les vio nacer.
Claro que, después de especular un rato sobre mis
propias capacidades, me da por analizar el otro factor de la ecuación del arca
perdida, es decir, la irrelevancia del protagonista de la película. Y es que
toda historia tiene un protagonista y resulta descorazonador pensar que la
nuestra pueda tener un protagonista prescindible. Porque, efectos mariposa
aparte, uno no puede dejar de preguntarse en qué medida sus acciones o falta de
ellas han influido en el curso de los acontecimientos o han condicionado el
devenir de la vida de su comunidad.
Dependiendo del día, a veces me da por pensar que mi
contribución al desarrollo de los acontecimientos del mundo que me rodea ha
sido muy modesta y que, dejando a un lado los vínculos de sangre y vida en
común que me unen a mis más allegados, si no hubiera estado por aquí tampoco se
habría notado demasiado en el curso de la trama principal.
Pero cuando ya estoy convencido de la irrelevancia de
mi contribución, algún canal de televisión programa ‘¡Qué bello es vivir!’ y entonces veo a George Bailey
comprando una maleta para recorrer el mundo y, acto seguido, quedándose a vivir
en Bedford Falls, y me doy cuenta de
que en esta película no hay ningún Macguffin ni personaje prescindible y de que
algunas historias transcurren en lugares anónimos y no necesitan de grandes
escenarios en los que desplegar su metraje.
Con esto no quiero compararme con George Bailey, un
héroe a cuya sombra palidecen todos los Indiana Jones del mundo, pero pienso
que tal vez sin proponérmelo, en algún momento, conseguí fastidiar a algún
Henry F. Potter y, con eso, me doy por satisfecho.
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