domingo, 1 de enero de 2023

El fin del mundo

 

Hacía tiempo que no explorábamos alguna nueva ruta cuando salimos a correr el jueves pasado. La niebla había descendido sobre la ciudad y las calles estaban tan mojadas como si hubiese estado lloviendo durante la noche, aunque no había charcos y las pocas personas con las que nos cruzamos no llevaban paraguas ni chubasquero.

Tomamos el camino de un parque que queda algo apartado de nuestra casa, pero llevábamos trotando unos metros por la vereda que lo rodea cuando nos encontramos con un anciano que lucía barba de varios días y llevaba la cabeza cubierta por una gorra de paño, que nos dijo que estaban sulfatando un poco más adelante y que no nos dejarían continuar mucho más allá. Así que decidimos dar la vuelta y fuimos en busca de una pequeña charca que se forma, cuando llueve durante muchos días seguidos, en un extremo del páramo.

Allí, en una hondonada, semioculta por el terreno ondulado y tapizado de verde que se extiende a su alrededor, el agua remansada cubre los troncos de los árboles y, cuando llegamos, una pareja de garcetas alzó el vuelo, sobrevolando la superficie al tiempo que graznaban desganadamente, posándose de tanto en tanto y rebuscando en el fondo limoso en busca de alimento.

Nos detuvimos para hacer algunas fotografías y retomamos nuestra ruta, que nos condujo hasta una espesa arboleda que lleva a las inmediaciones de las pistas del aeropuerto. Allí un camino asfaltado discurre entre grandes pinos de copas redondeadas, cipreses, acebuches y algunas otras especies de hoja perenne durante algo más de un kilómetro. La lluvia había hecho crecer la hierba entre los árboles y algunos brotes de vegetación asomaban aquí y allá como recién plantados. La humedad impregnaba el ambiente empapándome las gafas y si me paraba, aunque sólo fuera un momento, me abrazaba como una sábana mojada, dejándome el cuerpo helado.

Al cabo, tres grandes bloques de hormigón cortaban el camino y unas letras impresas sobre el asfalto ennegrecido anunciaban lacónicamente el 'fin del mundo'. 

A partir de ese punto, diseminadas a izquierda y derecha, empezaron a surgir a nuestro paso los restos de una sucesión de edificios abandonados, con el techo hundido y las paredes desnudas o cubiertas de graffitis, sin puertas ni vidrios en las ventanas, a veces con un par de tramos de escaleras adosadas a la fachada y, en algunos casos, tomadas por la vegetación.

A lo lejos, entre la niebla, se divisaban las instalaciones del aeropuerto y la silueta de un hangar. También, de vez en cuando, un avión invisible, sobrevolaba nuestras cabezas. Por lo demás reinaba el silencio, tan solo alterado por una colonia de aves que se ocultaban en la copa de un gran árbol solitario que crecía junto a una de las casas abandonadas.

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