Hacía tiempo que no explorábamos alguna
nueva ruta cuando salimos a correr el jueves pasado. La niebla había descendido
sobre la ciudad y las calles estaban tan mojadas como si hubiese estado
lloviendo durante la noche, aunque no había charcos y las pocas personas con
las que nos cruzamos no llevaban paraguas ni chubasquero.
Tomamos el camino de un parque que queda
algo apartado de nuestra casa, pero llevábamos trotando unos metros por la
vereda que lo rodea cuando nos encontramos con un anciano que lucía barba de
varios días y llevaba la cabeza cubierta por una gorra de paño, que nos dijo
que estaban sulfatando un poco más adelante y que no nos dejarían continuar
mucho más allá. Así que decidimos dar la vuelta y fuimos en busca de una
pequeña charca que se forma, cuando llueve durante muchos días seguidos, en un
extremo del páramo.
Allí, en una hondonada, semioculta por
el terreno ondulado y tapizado de verde que se extiende a su alrededor, el agua
remansada cubre los troncos de los árboles y, cuando llegamos, una pareja de
garcetas alzó el vuelo, sobrevolando la superficie al tiempo que graznaban
desganadamente, posándose de tanto en tanto y rebuscando en el fondo limoso en
busca de alimento.
Nos detuvimos para hacer algunas
fotografías y retomamos nuestra ruta, que nos condujo hasta una espesa arboleda
que lleva a las inmediaciones de las pistas del aeropuerto. Allí un camino
asfaltado discurre entre grandes pinos de copas redondeadas, cipreses,
acebuches y algunas otras especies de hoja perenne durante algo más de un
kilómetro. La lluvia había hecho crecer la hierba entre los árboles y algunos
brotes de vegetación asomaban aquí y allá como recién plantados. La humedad
impregnaba el ambiente empapándome las gafas y si me paraba, aunque sólo fuera
un momento, me abrazaba como una sábana mojada, dejándome el cuerpo helado.
Al cabo, tres grandes bloques de
hormigón cortaban el camino y unas letras impresas sobre el asfalto ennegrecido
anunciaban lacónicamente el 'fin del mundo'.
A partir de ese punto, diseminadas a
izquierda y derecha, empezaron a surgir a nuestro paso los restos de una
sucesión de edificios abandonados, con el techo hundido y las paredes desnudas
o cubiertas de graffitis, sin puertas ni vidrios en las ventanas, a veces con
un par de tramos de escaleras adosadas a la fachada y, en algunos casos,
tomadas por la vegetación.
A lo lejos, entre la niebla, se
divisaban las instalaciones del aeropuerto y la silueta de un hangar. También,
de vez en cuando, un avión invisible, sobrevolaba nuestras cabezas. Por lo
demás reinaba el silencio, tan solo alterado por una colonia de aves que se
ocultaban en la copa de un gran árbol solitario que crecía junto a una de las
casas abandonadas.
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