Mi
hija mayor tiene dos compañeras de clase que, necesitando adornar la realidad
con algo más estimulante que la escasa información de que disponen relativa a
sus compañeros, se han aficionado a inventarse historias, hábitos o
secretos que concernirían a esos mismos compañeros, extraídos de su propia
imaginación y también de su capacidad para dotar a cualquier individuo anónimo
de una personalidad enigmática, de un pasado turbulento o de una adicción
inconfesable. Así, han empezado a especular, por ejemplo, con la posibilidad de
que cierto camarada haya invertido considerables sumas de dinero, tratándose de
un estudiante universitario, en el mercado de las criptomonedas.
El
problema, como ellas mismas reconocen, es que, pasado un tiempo, dejan de ser
capaces de discernir entre lo que saben realmente de esa persona y lo que tan
sólo es fruto de su imaginación. Y, por ejemplo, después de leer en el
periódico una noticia sobre la quiebra de una de las mayores plataformas de monedas
digitales, se sorprenden a sí mismas pensando en su compañero de clase, compadeciéndose
de él y considerando que debe estar realmente preocupado por las fluctuaciones
del mercado y especulando sobre hasta qué punto le habrá afectado la
consiguiente pérdida de valor de otros ciptoactivos en los que podría haber
invertido en el pasado.
Cuando
mi hija me contó esta costumbre de sus amigas de conjeturar sobre conocidos y
compañeros, me pareció una manera muy divertida de pasar el tiempo, mejor que
cualquier reality de los que se pueden ver en la televisión y que sólo indagan
en la miseria humana y terminan poniendo de manifiesto la mediocridad de los
individuos que participan en ellos y sus pobres motivaciones. Pero, acto
seguido, pensé que la mayoría de nosotros hacemos eso mismo todo el rato y, a
veces, sin ser siquiera conscientes de ello.
Por ejemplo, hace
tiempo, tuve un compañero de trabajo, muy dado a hacer conjeturas en voz alta
sobre los temas más diversos, que especulaba sobre el carácter psicopático del
empleado que se sentaba en la mesa de al lado del departamento en el que
trabajaban los dos. Este era un individuo de temperamento sosegado, poco amigo
de las confidencias, que nunca levantaba la voz ni perdía la compostura, y que,
cuando escuchaba las teorías de su compañero, expresadas en su presencia, sobre
su propensión a cometer crímenes horrendos mientras escuchaba la obertura de
una ópera clásica, se limitaba a sonreír levemente sin alterarse lo más mínimo,
aunque el otro le atribuyera una capacidad innata para perpetrar actos de un
sadismo atroz.
Lo cierto es que,
desde que oí aquel comentario, siempre que, con posterioridad, coincidí con el
aludido, aunque fuera cruzándome con él por un pasillo, al ver sus ojos de un
azul pálido tras unas lentes oculares de considerables dimensiones, y su rostro
flácido e inexpresivo, no podía evitar imaginármelo ataviado con un delantal
blanco manchado de rojo y manipulando algún instrumento lacerante sobre una
mesa cubierta de miembros y vísceras flotando sobre un líquido viscoso,
mientras sonaba de fondo el adagio para cuerda de Samuel Barber.
Otras veces, una
conversación trivial en la que cada cual se posiciona sobre lo que hipotéticamente
estaría dispuesto a hacer en caso de encontrarse en determinada tesitura, nos
permite atribuir a los demás defectos o virtudes, e imaginarlos en un contexto
determinado, por ejemplo a bordo de un barco que atravesase dificultades en
medio de un temporal y apretujándose entre el resto de pasajeros esperando su
turno para ocupar un asiento en el último bote salvavidas. O viajando en un
tren de alta velocidad que transitase con destino a una estación remota en
medio de un apocalipsis zombi.
El problema de todo
esto es que nos movemos en el ámbito de la especulación, y lo que no tendría
mayor trascendencia si nos limitáramos a especular, puede convertirse en una
fuente de malentendidos que nos lleve a atribuir intenciones aviesas o
motivaciones ocultas a gestos anodinos y palabras carentes de significado, cómo
no sea el que se desprende de su propia literalidad. De hecho, si uno no anda
precavido, puede terminar construyendo en su mente una trama enrevesada en la
que los personajes se mueven en una nebulosa llena de sospechas a partir de lo
que observa que pasa en su patio de vecinos desde la ventana.
Soy consciente del
peligro que entraña tener una imaginación demasiado viva, pero aun así no puedo
evitar hacer conjeturas sobre las personas que me rodean y a las que no conozco
demasiado bien. Por ejemplo, cuando estaba en el ejército, coincidí con un suboficial
que tenía los modales de un aristócrata y un bigote al estilo de Errol Flynn, aunque algo más poblado. Su
carácter flemático y su mirada algo ausente me hicieron tomarle aprecio y,
durante el tiempo que compartimos en el Mando de Apoyo Logístico, me lo
imaginaba a menudo sentado ante una chimenea de un viejo caserón, leyendo un
libro y con una copa de brandy en la mano y un perro postrado a sus pies. También
hace tiempo conocí a una magistrada que solía presidir las vistas haciendo gala
de una arrogancia y un desdén más propios de una emperatriz romana que de un humilde
servidor de la ley, así que después de sufrir en mis propias carnes su habitual
falta de consideración, empecé a atribuirle secretamente una cierta inclinación
al sadomasoquismo, que casaba bastante bien con su talante despótico.
Pero, a lo largo del
tiempo, he conocido mucha otra gente que pasaba por mi lado sin delatar
inclinaciones ni mostrar nada que tuviera que ver con su naturaleza. Rostros en
la multitud a los que no se puede atribuir ningún rasgo porque transcurren fugazmente
por nuestras vidas. No obstante, a veces me pregunto si, al verme o escucharme,
harán sus propias conjeturas sobre mí, que procuro conducirme de forma educada
y respetuosa, aunque tampoco soy amigo de las confidencias y muchas veces me limito
a sonreír cuando alguien bromea en mi presencia. Aun así, cuando coincido con
algún extraño en el juzgado o en el transporte público, no puedo evitar
preguntarme si tendrán familia o alguien estará esperándolos en casa, o si les
gustará la música clásica o el cine de terror. Pero casi siempre se bajan en su
parada antes de que pueda hablar con ellos. Una lástima, la gente está tan sola
que estoy seguro de que la mayoría agradecería algo de conversación. Aunque
luego las personas son tan insustanciales, tan mediocres, tienen tan bajas
motivaciones, que no es extraño que les vaya mal en la vida. Si estuvieran más
atentos al mundo que les rodea, tal vez pudieran descubrir algo interesante de
verdad o, por lo menos, evitar que les hiciesen daño.
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