domingo, 12 de febrero de 2023

De profundis

 

            Debido a su frialdad, a su baja salinidad y a la oscuridad que reina en sus profundidades, bajo las aguas del mar Báltico yacen los restos extraordinariamente conservados de miles de barcos que naufragaron hace decenas y, a veces, cientos de años frente a las costas de los países ribereños. Es por eso que, con el equipo adecuado, recientemente, expediciones arqueológicas submarinas han podido sacar a la luz imágenes fascinantes, congeladas en el tiempo, de naves de épocas remotas que subsisten como si acabaran de hundirse, derrotadas por una tempestad o víctimas de una batalla naval que se hubiera librado recientemente o de una guerra que se estuviera librando todavía.

            Mascarones representando criaturas fantásticas cobijadas bajo el bauprés, cañones asomando por las troneras de un casco perforado por proyectiles enemigos, la arboladura intacta de una fragata que se negó a claudicar bajo el fuego enemigo o ante el temporal, el mobiliario de una cabina de pasajeros con los objetos personales de sus ocupantes abandonados a toda prisa, o la torreta y el cañón antiaéreo de un submarino cubiertas por redes de pesca, con la escotilla abierta, por la que sus tripulantes trataron de escapar antes del final sobrevenido de su última singladura, son algunos de los tesoros que reposan en el fondo del mar del Este.

Siempre me han fascinado las historias de naufragios porque, además de su dramatismo, detrás de cada relato resulta fácil imaginar alguna otra historia, oculta a simple vista o silenciada, tal vez por intereses oscuros o motivos difíciles de confesar. Y con frecuencia he pensado que rastreando los restos de un naufragio sería posible encontrar el testimonio postrero de un marinero golpeado violentamente por una escota o de un pasajero atrapado en su camarote o, sencillamente, registrando la bitácora, hallar una explicación que diera sentido a la tragedia o arrojara una tenue luz sobre el funesto destino de los náufragos condenados a morar en la negrura hasta el fin de los tiempos.

Pero además, un pecio hundido es un lugar al que a veces se puede regresar, aunque casi nunca sin exponerse de nuevo al peligro. Y, también a veces, quienes lo habitan, aunque se convirtieran hace lustros en fantasmas o sus cuerpos terminaran descomponiéndose y sus huesos, ropajes y pertenencias mimetizándose con el fondo marino, pueden unir sus voces al canto de las sirenas para llamar a sus deudos o a aquellos que los abandonaron a su suerte, no necesariamente para saldar cuentas pero si, tal vez, para transmitirles un último mensaje, una plegaria, una súplica o un deseo ferviente, antes de sucumbir definitivamente al olvido de la oscuridad y al silencio de las profundidades.

Claro que, ocasionalmente, los restos de un naufragio quedan expuestos a la vista de otros navegantes o, incluso, de quienes se limiten a pasear por una playa o detenerse en lo alto de un acantilado para atisbar bajo la superficie o escudriñar entre los arrecifes durante la bajamar.

Así, el crucero italiano Costa Concordia, después de chocar contra una roca, quedó medio sumergido y escorado durante meses frente a las costas de la isla de Giglio, para mayor oprobio de su capitán que, además de llevar a cabo una temeraria maniobra de aproximación al puerto de la isla (a petición del chef, según se supo después, por ser oriundo del lugar) habría abandonado el barco antes de que los pasajeros fueran evacuados. La historia es fascinante porque reúne todos los ingredientes de una película del género, con una colisión que se produjo mientras el pasaje se encontraba reunido en el comedor, con el barco empezando a temblar, los platos estrellándose contra el suelo, la gente corriendo y rodando por las escaleras (según el relato de testigos de la tragedia), la pérdida de fluido eléctrico en las cabinas al haberse inundado la sala de generadores y el casco escorándose rápidamente hacia el lado de estribor, con los consiguientes problemas para el lanzamiento al agua de los botes salvavidas.

Otro ejemplo llamativo es el del American Star, un lujoso trasatlántico, considerado el mayor buque de pasajeros de los Estados Unidos de la época, que, después de haber sido bautizado por Eleanor Roosevelt y destinado al transporte de tropas durante la Segunda Guerra Mundial, terminó encallando y partiéndose por la mitad en la costa de la isla de Fuerteventura y que, tras ser abandonado por sus propietarios, fue saqueado por los lugareños que, aún a riesgo de perder la vida, no dudaron en visitar los restos de la nave para hacerse con mobiliario, enseres y toda clase de elementos decorativos, antes de que el océano terminara por reclamar su presa y arrastrar sus restos hasta lo más profundo, lejos del alcance de cualquier merodeador que no tuviera branquias o fuera capaz de respirar bajo el agua de algún otro modo, y donde, a diferencia de las aguas del Báltico, los gusanos marinos devoran la madera sumergida, reduciendo a finos granos de arena cubiertas, amuras, puentes de mando y mascarones de proa.

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