Debido
a su frialdad, a su baja salinidad y a la oscuridad que reina en sus profundidades,
bajo las aguas del mar Báltico yacen los restos extraordinariamente conservados
de miles de barcos que naufragaron hace decenas y, a veces, cientos de años
frente a las costas de los países ribereños. Es por eso que, con el equipo
adecuado, recientemente, expediciones arqueológicas submarinas han podido sacar
a la luz imágenes fascinantes, congeladas en el tiempo, de naves de épocas
remotas que subsisten como si acabaran de hundirse, derrotadas por una
tempestad o víctimas de una batalla naval que se hubiera librado recientemente
o de una guerra que se estuviera librando todavía.
Mascarones
representando criaturas fantásticas cobijadas bajo el bauprés, cañones asomando
por las troneras de un casco perforado por proyectiles enemigos, la arboladura intacta
de una fragata que se negó a claudicar bajo el fuego enemigo o ante el temporal,
el mobiliario de una cabina de pasajeros con los objetos personales de sus
ocupantes abandonados a toda prisa, o la torreta y el cañón antiaéreo de un
submarino cubiertas por redes de pesca, con la escotilla abierta, por la que
sus tripulantes trataron de escapar antes del final sobrevenido de su última
singladura, son algunos de los tesoros que reposan en el fondo del mar del Este.
Siempre me han
fascinado las historias de naufragios porque, además de su dramatismo, detrás
de cada relato resulta fácil imaginar alguna otra historia, oculta a simple vista
o silenciada, tal vez por intereses oscuros o motivos difíciles de confesar. Y
con frecuencia he pensado que rastreando los restos de un naufragio sería
posible encontrar el testimonio postrero de un marinero golpeado violentamente por
una escota o de un pasajero atrapado en su camarote o, sencillamente, registrando
la bitácora, hallar una explicación que diera sentido a la tragedia o arrojara
una tenue luz sobre el funesto destino de los náufragos condenados a morar en
la negrura hasta el fin de los tiempos.
Pero además, un pecio
hundido es un lugar al que a veces se puede regresar, aunque casi nunca sin
exponerse de nuevo al peligro. Y, también a veces, quienes lo habitan, aunque se
convirtieran hace lustros en fantasmas o sus cuerpos terminaran descomponiéndose
y sus huesos, ropajes y pertenencias mimetizándose con el fondo marino, pueden
unir sus voces al canto de las sirenas para llamar a sus deudos o a aquellos
que los abandonaron a su suerte, no necesariamente para saldar cuentas pero si,
tal vez, para transmitirles un último mensaje, una plegaria, una súplica o un
deseo ferviente, antes de sucumbir definitivamente al olvido de la oscuridad y al
silencio de las profundidades.
Claro que, ocasionalmente,
los restos de un naufragio quedan expuestos a la vista de otros navegantes o, incluso,
de quienes se limiten a pasear por una playa o detenerse en lo alto de un
acantilado para atisbar bajo la superficie o escudriñar entre los arrecifes durante
la bajamar.
Así, el crucero
italiano Costa Concordia, después de
chocar contra una roca, quedó medio sumergido y escorado durante meses frente a
las costas de la isla de Giglio, para
mayor oprobio de su capitán que, además de llevar a cabo una temeraria maniobra
de aproximación al puerto de la isla (a petición del chef, según se supo
después, por ser oriundo del lugar) habría abandonado el barco antes de que los
pasajeros fueran evacuados. La historia es fascinante porque reúne todos los
ingredientes de una película del género, con una colisión que se produjo
mientras el pasaje se encontraba reunido en el comedor, con el barco empezando
a temblar, los platos estrellándose contra el suelo, la gente corriendo y
rodando por las escaleras (según el relato de testigos de la tragedia), la
pérdida de fluido eléctrico en las cabinas al haberse inundado la sala de
generadores y el casco escorándose rápidamente hacia el lado de estribor, con
los consiguientes problemas para el lanzamiento al agua de los botes salvavidas.
Otro ejemplo
llamativo es el del American Star, un
lujoso trasatlántico, considerado el mayor buque de pasajeros de los Estados
Unidos de la época, que, después de haber
sido bautizado por Eleanor Roosevelt y
destinado al transporte de tropas durante la Segunda Guerra Mundial, terminó
encallando y partiéndose por la mitad en la costa de la isla de Fuerteventura y que, tras ser abandonado
por sus propietarios, fue saqueado por los lugareños que, aún a riesgo de perder
la vida, no dudaron en visitar los restos de la nave para hacerse con
mobiliario, enseres y toda clase de elementos decorativos, antes de que el océano
terminara por reclamar su presa y arrastrar sus restos hasta lo más profundo,
lejos del alcance de cualquier merodeador que no tuviera branquias o fuera
capaz de respirar bajo el agua de algún otro modo, y donde, a diferencia de las
aguas del Báltico, los gusanos marinos devoran la madera sumergida, reduciendo
a finos granos de arena cubiertas, amuras, puentes de mando y mascarones de
proa.
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