domingo, 19 de marzo de 2023

La piel dura

 

Últimamente me duele la pierna derecha. Es un dolor muscular leve que me atraviesa longitudinalmente el cuádriceps y que aparece cuando empiezo a correr y, al cabo de unos cientos de metros, se transforma más bien en una molestia que me acompaña a ratos durante la carrera y desaparece definitivamente en la ducha, diluyéndose entre el sudor y el agua jabonosa, antes de marcharse por el desagüe. 

Ese dolor apareció recién recuperado de un síndrome piramidal que me tuvo renqueando durante tres semanas y que todavía, algunas mañanas, amaga con reaparecer, cuando pongo los dos pies en el suelo, haciéndome saber, con una pizca de sutil sadismo, que no estoy soñando que me levanto del lecho en plena noche, sino que he abandonado la cama porque ha sonado el despertador, otro sádico de apariencia inofensiva y tortuosas motivaciones. 

Y, todavía antes, me estuvo doliendo una buena temporada el pie derecho, desde el empeine y hasta la articulación del tobillo, aflicción que un día también desapareció como había aparecido, por sorpresa y sin avisar. Y, antes de todo eso, mis rodillas estuvieron algo quejumbrosas durante muchos meses y, no recuerdo si antes o después, pasé por una época en la que una punzada crónica en los talones me pareció que anunciaba la inminencia de una fascitis plantar. 

A todo eso habría que sumar unas molestias de mayor o menor intensidad en los tibiales anteriores de las dos piernas, una ruptura fibrilar en los abdominales cuando preparaba mi primer maratón y frecuentes sobrecargas en los gemelos, con sobresaltos a media noche, presa de dolorosos calambres, como la mordedura de una serpiente que me estuviese inoculado un potente veneno que, en lugar de paralizarme, me obligara a saltar de la cama como si hubiera entrado en trance o me poseyera un demonio venido de los confines del averno. 

Y es que dicen que a los corredores siempre nos duele algo, pero también es verdad que, afortunadamente, el dolor va desplazándose de un lugar a otro de nuestro cuerpo, como para recordarnos que estamos hechos de materia orgánica, pero sin obligarnos a claudicar definitivamente con un ataque masivo dirigido contra todas las articulaciones, músculos y tendones potencialmente expuestos a sufrir alguna lesión, en una especie de versión para runners de todo a la vez en todas partes. 

Naturalmente, este decálogo de lesiones demuestra a todas luces que soy un hombre sano y vigoroso, cuyas dolencias provienen de su encomiable empeño por mantenerse en forma, y en aparente plena posesión de sus facultades físicas. No obstante, recuerdo que hace años, cuando compaginaba la equitación con la carrera continua, me caí de un caballo, pero, dejando a un lado mi orgullo, (mis hijas todavía se ríen cuando se acuerdan de su padre dejando un huella indeleble en el picadero de su memoria) no me costó recuperarme del golpe. Sin embargo, hace mucho menos tiempo, el pavimento mojado me jugó una mala pasada y mi montura, esta vez una bicicleta eléctrica, y yo aterrizamos en el suelo de forma aparatosa, y, en esta ocasión, aunque mi autoestima quedó intacta porque era de madrugada y no había ningún transeúnte a la vista (o si lo había, el aturdimiento me impidió escuchar como se reía), tuve el cuerpo dolorido durante varias semanas. 

Me pregunto si, algún día, uno de esos dolores llegará a convertirse en algo crónico, se instalará en algún recoveco de mi anatomía, me asediara durante la noche y, por la mañana, me estará esperando para abalanzarse sobre mí como un trasgo escurridizo armado con una hoja afilada. Pero de lo que no me cabe duda es de que llega un momento en que seguramente dejas de parecer un hombre vigoroso corriendo por ahí y te conviertes en un señor mayor que va trotando por el parque. Y la gente deja de reírse si te caes en la calle y acude presta a socorrerte, (lo que puede dañar más el orgullo que el hecho de haberte caído). Y también empieza a cederte el asiento en el autobús porque has dejado de ir al trabajo en bicicleta. 

En cierta ocasión, le pregunté a mi médico por el origen de la queratosis seborreica (naturalmente, no sabía que se llamaba así, y pude preguntarle después del diagnóstico), a lo que me respondió pidiéndome que no le tirase de la lengua, para luego confesar que la causa principal era el envejecimiento de la piel (como si mi piel pudiera envejecer sin que yo envejeciera al mismo tiempo). Lo cierto es que no voy mucho al médico y, cuando voy, suelo aprovechar la consulta para exponer ordenadamente todas mis afecciones, así que, acto seguido, y como si no hubiera captado su velada alusión al hecho de que yo ya no era un chaval ni él se había especializado en pediatría, sino en medicina general, le dije que hacía tiempo que me dolían las rodillas. Entonces, después de preguntarme cuanto y cuando me dolían y de confesarme que él también era corredor y que compartíamos las mismas aflicciones, me dijo que, si yo quería, podía mandarme al especialista, pero que, si empezaban a hurgar en mis articulaciones, era posible que encontrarán cosas que yo, en ese momento, no necesitaba saber que estaban ahí. Así que me marché de la consulta sumido en la ignorancia, y por tanto menos sabio pero sin duda algo más viejo. 

Supongo que la próxima vez que acuda a mi médico, si sigo haciendo preguntas cuya respuesta no necesito conocer, mi buen doctor terminará diciéndome que, en contra de lo que algunos van diciendo por ahí, el envejecimiento no es una enfermedad sino un proceso natural que no podemos remediar, cuya sintomatología está al alcance del conocimiento de cualquiera que no quiera cerrar los ojos ante la evidencia, pero que, aunque ya no sea un chaval, tampoco ha llegado el momento de mandarme al geriatra, y que debería procurar no caerme en la calle, más que nada para evitar que la gente se ría de mí, que hoy en día ya no respeta ni a las personas con la piel envejecida.

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