No tener pelo entraña sus riesgos. El
primero de ellos es quemarse con el sol. Y no necesariamente en la playa. Sino
que, dependiendo del tono de piel de cada uno, a veces, basta con darse un
paseo por la calle, una mañana soleada de primavera, para enrojecer
visiblemente, aunque no de ira o indignación por la pasividad de los gobiernos
ante las consecuencias del cambio climático (qué vaya calor que hace para estar
en primavera), sino por el rubor que provoca encontrarse en presencia de Ra
omnipotente en su máximo esplendor. Pero, no es el único riesgo.
Hace algún tiempo, esperando en el
juzgado a que terminara el juicio que se estaba celebrando antes del mío y que
se había prolongado mucho más allá de lo razonable, a punto de entrar en la
sala de vistas, me agaché para coger mi maletín, que había dejado apoyado en el
suelo, junto a una columna de esas que se levantan en mitad de un pasillo, ya
de por sí estrecho, sin utilidad aparente y desprovistas del menor valor
ornamental, y, en el momento de incorporarme, no medí bien la distancia con un
cajón metálico atornillado a la pared que guardaba una manguera antiincendios,
abriéndome una brecha en la cabeza que, inmediatamente, empezó a sangrar.
En otras circunstancias, habría tratado
de contener la hemorragia con un apósito o buscado algún tipo de asistencia
ambulatoria, pero, después de más de dos horas de espera, estaba deseando
finiquitar el asunto que me había llevado hasta el juzgado esa mañana aciaga,
así que me limpie como pude la sangre que había empezado a brotar de la herida
y entré en la sala sintiendo el pulso en la cabeza y esperando que el juicio no
se alargara demasiado.
La ratificación de la demanda no se
extendió más de lo imprescindible, pero, aun así, cuando me encontraba en el
uso de la palabra, empecé a notar como un tibio hilillo escarlata empezaba a
deslizarse hacia mi frente amenazando con precipitarse sobre la toga,
nublándome la vista primero, para bajar después por la nariz y, en el peor de
los casos, convertir mi retórica en un discurso pastoso de sabor salado, pero
con el tono agrio de los reproches que, más tarde o más temprano, terminan
saliendo de la boca de aquellos a los que han herido.
Mi problema es que, aún en las
circunstancias más adversas, siento la necesidad de apuntalar mi discurso, que,
en esta ocasión, no sé si fruto del golpe autoinfligido que acababa de recibir
mi despoblada testa, empezaba a derivar hacía una diatriba cargada de
reproches.
En algún momento, empecé a ser vagamente
consciente de que el cosquilleo que me recorría la piel se estaría haciendo
visible para el resto de personas que se encontraban en la sala en forma de
hemorragia y que mi aspecto debía asemejarse al de un letrado que viniera de
librar otro combate dialéctico al que mi contendiente hubiera decidido poner
fin de una pedrada. Pero, tal vez por mi vehemencia, nadie parecía reparar en
la sangre que, ahora sí, empezaba a agolparse en el nacimiento del pelo (bueno,
en mi caso particular, en la linea imaginaria donde nació y murió), como
dudando antes de deslizarse frente abajo.
Mi contraparte, en esta ocasión una
joven abogada de aspecto inofensivo y mansos argumentos, al estar sentada
frente a mí, tenía que haberse percatado necesariamente de que su colega, o sea
yo, estaba mal herido. Así que, sin temor a ser tomada por cobarde, sospecho
que trataba de hacerme correr detrás de ella, como el último de los Curiacios,
hasta quedar lo suficientemente debilitado para rematarme haciendo uso del
turno de réplica en el cuerpo a cuerpo del trámite de conclusiones.
Por su parte, el juez que presidía la
vista (al que llamaremos Tulio Hostilio) exhibía una actitud más propia del rey
de Roma que de un funcionario al servicio del justiciable, a media distancia
entre el desdén y la indiferencia, y se limitaba a tomar notas y esperar con
cierta impaciencia el resultado del combate singular que se libraba ante sus
ojos, sin mostrar la menor preocupación por el hecho de que la sangre del
último de los Curiacios pudiera mancillar el estrado.
Así que, ya había perdido toda esperanza
de escapar de la sala de vistas con la toga intacta y estaba pensando en que
tendría que llevar la corbata a la tintorería para que le quitarán los
lamparones carmesí con los que me iba a condecorar de un momento a otro, cuando
un gesto del que no fui consciente en ese momento de un letrado que había
entrado en la sala para presenciar el juicio y que se encontraba, sentado junto
a su cliente, en los bancos reservados al público, advirtió a su señoría de lo
evidente, obligándole a abandonar por un breve y fastidioso instante su
despótica actitud y a hacer una breve observación sobre la sangre que manaba de
mi herida, que yo tuve que esforzarme por interpretar como una muestra de su
interés por saber si me encontraba en condiciones de continuar con la defensa.
Circunstancia que aproveché para enjugarme la sangre de la frente con un
pañuelo de papel, al tiempo que respondía afirmativamente a su requerimiento,
mirar fijamente a los ojos a la trilliza superviviente de los Horacios, y disponerme
a vender cara la última gota de sangre de Alba Longa.
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