He leído recientemente en el periódico un
reportaje sobre el director del Laboratorio Internacional de Neurobiología
Vegetal y profesor de la Universidad de Florencia, Stefano Mancuso, en el que este afamado botánico y neurobiólogo se
confiesa devoto del reino vegetal y de las plantas, a las que considera
extremadamente sensibles y dotadas de una inteligencia que, en muchos aspectos,
podría considerarse superior a la humana.
Según este profesor, las plantas tienen
memoria, son capaces de recordar impresiones del pasado, comunicarse entre sí y
desarrollar estrategias de defensa. Por ejemplo, existe una planta capaz de
cambiar de forma, dimensión y color, imitando las hojas de otras plantas, para
adaptarse al medio y atraer o repeler a los animales. Y hay otras plantas en
los desiertos de Namibia, que imitan las vetas y manchas de las piedras para
adaptarse a la aridez extrema y evitar ser devoradas por los
depredadores.
Todo lo cual sugiere que tendrían que
estar dotadas de algún tipo de visión gracias a unas células convexas de su
epidermis foliar, que, de hecho, se han utilizado para hacer fotografías. Por
su parte, la alverja ha logrado imitar a la perfección a la lenteja hasta
volverse indistinguible de ella, con objeto de beneficiarse de las ventajas del
cultivo humano.
A propósito de la inteligencia de las
plantas de la que habla Mancuso,
recuerdo que el programa de la asignatura de filosofía de tercero de BUP incluía
un tema dedicado a la inteligencia animal y que, Chema, mi profesor del instituto, cuando lo abordaba en clase, nos decía
algo así como “hoy vamos a hablar de la
inteligencia animal, y no de la inteligencia, ¡animal!”. Pero, en lo que
tiene que ver con la inteligencia de los animales que somos, Mancuso considera que, si los seres
humanos aspiramos a sobrevivir, deberíamos imitar el comportamiento de las
plantas, practicando el apoyo mutuo y la colaboración en lugar de la
competencia. Quizá por ello, en el momento en que nos encontramos, habría que
interpelar a los miembros de nuestra especie en términos más acuciantes.
Pero los miembros del reino vegetal tienen
características específicas en cuanto a desarrollo y funcionamiento y, en
particular, se caracterizan por su naturaleza inmóvil, pluricelular y
eucariota, además de carecer de órganos y, consiguientemente, de cerebro; características
que a algunos miembros del reino animal nos inducen a contemplarlas como un
grupo de seres vivos supeditado a nuestras propias necesidades. Y ello a pesar
de que constituyen más del 80% de la biomasa del planeta y se han
mostrado imprescindibles para nuestra supervivencia.
En particular, su inmovilidad las ha convertido
en víctimas preferentes de la acción humana, dada la imposibilidad de poner
raíces en polvorosa al ver (a través de las células convexas de su epidermis
foliar) a un ser humano acercarse con un hacha. A cambio, hay especies de
plantas resistentes al fuego, mientras, en caso de incendio, los animales no
tenemos más remedio que fiarlo todo a la velocidad de nuestras patas.
Será por eso que, las veces en que el cine
o la literatura las ha dotado de la capacidad de moverse, las plantas han
utilizado esta habilidad en contra de los seres humanos. Y ello aún después de
una larga deliberación. No hay más que recordar el ataque de los ents contra la
fortaleza de Saruman y la ulterior destrucción de Isengard.
También recuerdo una película de Shyamalan
en la que, cansado de la irresponsabilidad y comportamiento de los humanos, el
reino vegetal decide tomar medidas más drásticas, induciéndoles a suicidarse,
clavándose el objeto punzante que tengan más a mano en cualquiera de sus
órganos vitales (eso nos pasa por tener órganos, no como las plantas, que han
optado por un modelo descentralizado que les permite renunciar a partes
importantes de su cuerpo sin que merme su funcionalidad) o golpeándose la
cabeza contra una ventana como consecuencia del colapso de su sistema nervioso
(¿a que ya no suena tan guay eso de tener un cerebro?).
Con lo cual, llegados a este punto, sólo
se me ocurren dos alternativas. O transicionar hacia un estadio evolutivo que
nos permita prescindir de algunos de nuestros rasgos distintivos a cambio de
regenerar miembros y tejidos sin límite. O arriesgarnos a sucumbir víctimas de
nuestra encarnizada competencia, clavándonos puñales los unos a los otros en nuestros
órganos vitales o suicidándonos colectivamente, con o sin la asistencia del
reino vegetal.
Y ante esta disyuntiva, sin necesidad de
convocar un entcuentro, la cosa, para mí está bastante clara. En definitiva, se
trata de elegír entre contaminar la atmósfera por no ser capaces de prescindir
del uso de combustibles fósiles o regenerar el aire, atrapando CO2 y liberando
oxígeno; morirse de sed o ser capaces de convocar al dios de la lluvia;
convertir el planeta en un erial inhabitable o regenerar la biosfera y ofrecer
cobijo a todas sus criaturas bajo un espeso manto verde y protector.
Pero creo que tal vez ya sea demasiado
tarde y puede que esa decisión la tomáramos hace mucho tiempo, cuando nuestro
cerebro empezó a funcionar de manera defectuosa, sin que nos diéramos cuenta de
ello, y decidimos suicidarnos. Pero, en vez de una manera rápida, elegimos el
envenenamiento porque se nos antojó una forma más dulce de morir. Y, ahora, el
aire viciado por los tubos de escape de nuestros automóviles nos impide pensar
con claridad y nubla nuestro entendimiento. Y ya sólo aspiramos a cerrar los
ojos y dormir profundamente.
Tal vez, al despertar, la lluvia haya
limpiado el aire, el agua recorra nuestros miembros regenerados por un vigor
nuevo y sobre nuestras cabezas coronadas de flores el sol nos haga reverdecer
en medio de la selva.
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