domingo, 24 de marzo de 2024

Inteligencia vegetal

 

He leído recientemente en el periódico un reportaje sobre el director del Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal y profesor de la Universidad de Florencia, Stefano Mancuso, en el que este afamado botánico y neurobiólogo se confiesa devoto del reino vegetal y de las plantas, a las que considera extremadamente sensibles y dotadas de una inteligencia que, en muchos aspectos, podría considerarse superior a la humana.

Según este profesor, las plantas tienen memoria, son capaces de recordar impresiones del pasado, comunicarse entre sí y desarrollar estrategias de defensa. Por ejemplo, existe una planta capaz de cambiar de forma, dimensión y color, imitando las hojas de otras plantas, para adaptarse al medio y atraer o repeler a los animales. Y hay otras plantas en los desiertos de Namibia, que imitan las vetas y manchas de las piedras para adaptarse a  la aridez extrema y evitar ser devoradas por los depredadores.

Todo lo cual sugiere que tendrían que estar dotadas de algún tipo de visión gracias a unas células convexas de su epidermis foliar, que, de hecho, se han utilizado para hacer fotografías. Por su parte, la alverja ha logrado imitar a la perfección a la lenteja hasta volverse indistinguible de ella, con objeto de beneficiarse de las ventajas del cultivo humano.

A propósito de la inteligencia de las plantas de la que habla Mancuso, recuerdo que el programa de la asignatura de filosofía de tercero de BUP incluía un tema dedicado a la inteligencia animal y que, Chema, mi profesor del instituto, cuando lo abordaba en clase, nos decía algo así como “hoy vamos a hablar de la inteligencia animal, y no de la inteligencia, ¡animal!”. Pero, en lo que tiene que ver con la inteligencia de los animales que somos, Mancuso considera que, si los seres humanos aspiramos a sobrevivir, deberíamos imitar el comportamiento de las plantas, practicando el apoyo mutuo y la colaboración en lugar de la competencia. Quizá por ello, en el momento en que nos encontramos, habría que interpelar a los miembros de nuestra especie en términos más acuciantes.

Pero los miembros del reino vegetal tienen características específicas en cuanto a desarrollo y funcionamiento y, en particular, se caracterizan por su naturaleza inmóvil, pluricelular y eucariota, además de carecer de órganos y, consiguientemente, de cerebro; características que a algunos miembros del reino animal nos inducen a contemplarlas como un grupo de seres vivos supeditado a nuestras propias necesidades. Y ello a pesar de que  constituyen más del 80% de la biomasa del planeta y se han mostrado imprescindibles para nuestra supervivencia.

En particular, su inmovilidad las ha convertido en víctimas preferentes de la acción humana, dada la imposibilidad de poner raíces en polvorosa al ver (a través de las células convexas de su epidermis foliar) a un ser humano acercarse con un hacha. A cambio, hay especies de plantas resistentes al fuego, mientras, en caso de incendio, los animales no tenemos más remedio que fiarlo todo a la velocidad de nuestras patas.

Será por eso que, las veces en que el cine o la literatura las ha dotado de la capacidad de moverse, las plantas han utilizado esta habilidad en contra de los seres humanos. Y ello aún después de una larga deliberación. No hay más que recordar el ataque de los ents contra la fortaleza de Saruman y la ulterior destrucción de Isengard.

También recuerdo una película de Shyamalan en la que, cansado de la irresponsabilidad y comportamiento de los humanos, el reino vegetal decide tomar medidas más drásticas, induciéndoles a suicidarse, clavándose el objeto punzante que tengan más a mano en cualquiera de sus órganos vitales (eso nos pasa por tener órganos, no como las plantas, que han optado por un modelo descentralizado que les permite renunciar a partes importantes de su cuerpo sin que merme su funcionalidad) o golpeándose la cabeza contra una ventana como consecuencia del colapso de su sistema nervioso (¿a que ya no suena tan guay eso de tener un cerebro?).

Con lo cual, llegados a este punto, sólo se me ocurren dos alternativas. O transicionar hacia un estadio evolutivo que nos permita prescindir de algunos de nuestros rasgos distintivos a cambio de regenerar miembros y tejidos sin límite. O arriesgarnos a sucumbir víctimas de nuestra encarnizada competencia, clavándonos puñales los unos a los otros en nuestros órganos vitales o suicidándonos colectivamente, con o sin la asistencia del reino vegetal.

Y ante esta disyuntiva, sin necesidad de convocar un entcuentro, la cosa, para mí está bastante clara. En definitiva, se trata de elegír entre contaminar la atmósfera por no ser capaces de prescindir del uso de combustibles fósiles o regenerar el aire, atrapando CO2 y liberando oxígeno; morirse de sed o ser capaces de convocar al dios de la lluvia; convertir el planeta en un erial inhabitable o regenerar la biosfera y ofrecer cobijo a todas sus criaturas bajo un espeso manto verde y protector.

Pero creo que tal vez ya sea demasiado tarde y puede que esa decisión la tomáramos hace mucho tiempo, cuando nuestro cerebro empezó a funcionar de manera defectuosa, sin que nos diéramos cuenta de ello, y decidimos suicidarnos. Pero, en vez de una manera rápida, elegimos el envenenamiento porque se nos antojó una forma más dulce de morir. Y, ahora, el aire viciado por los tubos de escape de nuestros automóviles nos impide pensar con claridad y nubla nuestro entendimiento. Y ya sólo aspiramos a cerrar los ojos y dormir profundamente.

Tal vez, al despertar, la lluvia haya limpiado el aire, el agua recorra nuestros miembros regenerados por un vigor nuevo y sobre nuestras cabezas coronadas de flores el sol nos haga reverdecer en medio de la selva.

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