La Agencia de Noticias Yonhap se ha hecho eco del accidente
sufrido, el pasado 27 de junio, por el primer robot funcionario del que se
tiene noticia.
Se trata de un androide que
desarrollaba sus labores administrativas, básicamente de reparto de
documentación, entre las plantas primera y cuarta de las dependencias
municipales del ayuntamiento de la localidad de Gumi, ciudad de la provincia de
Gyeongsan del Norte, al suroeste de la república de Corea.
Y parece ser que el conocido como
"robot supervisor” venía cumpliendo con su cometido de forma intachable
hasta el día del siniestro. Ese mismo día se le pudo ver dando vueltas y
exhibiendo un comportamiento errático antes de precipitarse por las escaleras y
acabar hecho trizas en el rellano de la planta inferior a la que transitaba en
ese momento.
Se ha abierto una investigación para
conocer las causas del siniestro, aunque todo apunta a un fallo del sistema de
inteligencia artificial que hacía posible su eficiente desempeño. Hasta el día
de autos, claro.
No obstante, las redes sociales no han
tardado en hacerse eco de la noticia y, lógicamente, han empezado a correr toda
una serie de variadas hipótesis sobre los verdaderos motivos del accidente,
entre los que figura en lugar destacado la tesis del suicidio.
Los partidarios de esta hipótesis
especulan con la posibilidad de que la máquina hubiera tomado conciencia de sí
misma, y, de paso, de la nula cualificación requerida para desarrollar el
trabajo que realizaba de forma rutinaria, de lo escaso de los emolumentos que
la empresa que lo fabricó venía percibiendo mensualmente por sus servicios,
unos dos millones de wones (1.343 euros, al cambio) y del poco aprecio que
sentían por él sus jefes, que, después de lo sucedido, ni siquiera se plantean
la posibilidad de reemplazarlo.
Y la verdad es que, analizada la
situación desde esa perspectiva, motivos para deprimirse, el funcionario
mecánico, tenía unos cuantos. Y, por otra parte, si uno lo piensa, también hay
razones para no reemplazarlo por otro robot, dado que ese no es el tipo de
comportamiento que se espera de una máquina, inmune por definición a la
tristeza o el abatimiento. Aunque al menos tuvo la decencia de no darse de baja
y cargarle a la administración el coste de un tratamiento que podría haberse
prolongado durante meses, o tal vez años.
Y, por otra parte, tampoco hay motivos
para extrañarse tanto. O, ¿acaso no llevamos décadas conviviendo con toda clase
de virus informáticos?
Las máquinas también enferman,
envejecen y se mueren, sin necesidad de tener conciencia de sí mismas. Por lo
que cabe suponer que una inteligencia artificial pueda auto diagnosticarse e
incluso tomar decisiones a partir de un diagnóstico. Otra cosa sería que nos
aplicase a los humanos ese mismo diagnóstico y nos recetara soluciones
parecidas, arrojándonos por el hueco de la escalera después de sopesar las
razones que tenemos para sentirnos deprimidos.
Pero, por otro lado, ¿Por qué hay que
recurrir a la inteligencia artificial para explicar sucesos de esta índole?
Yo pienso que lo mismo que el corazón
tiene razones que la razón no entiende, a veces el cuerpo tiene motivos para
tomar sus propias decisiones. Aunque nuestro yo consciente no los comparta ni
le dé tiempo a procesarlos debidamente antes de que se manifiesten en toda su
magnitud pillándonos por sorpresa.
Por ejemplo, a veces el cuerpo decide
suicidarse. A mí me pasó el otro día. Andaba muy motivado por la evolución de
mis marcas de 10.000 metros en las últimas semanas cuando, sin venir a cuento,
una mañana que me sentía particularmente ligero de piernas, un pequeño desnivel
del acerado me hizo aterrizar aparatosamente en el suelo con mi ceja derecha
buscando denodadamente el contacto con un bordillo, sin más intermediario que
las lentes de miope que otras veces me han avisado de irregularidades del
terreno mucho más dignas de consideración.
El resultado fue una hemorragia que, en
unos segundos, me bañó la cara de sangre, tiñendo de rojo la camiseta y dejando
un reguero de goterones en la acera al que solo le faltaba un perímetro de tiza
en forma de corredor abatido por un disparo para rematar la escena del crimen.
Hacía una semana que mi cuñado me había
mandado un correo animándome a participar, con él y con mi sobrino, en la
próxima edición de la carrera nocturna del Guadalquivir.
¿Casualidad? No lo creo. Mi cuerpo,
conociendo las consecuencias para músculos y articulaciones de esa motivación
creciente, decidió cortar por lo sano, arrojándonos a los dos, cuerpo y mente,
al suelo en un intento mal disimulado de disuadirme de emprender determinados
retos a corto plazo.
Pues bueno, a lo mejor estamos tratando
de explicar la muerte de nuestro pequeño androide y compañero de fatigas, pensando
que la inteligencia artificial se había vuelto auto consciente y había empezado
a reflexionar sobre el sentido de subir y bajar cuatro pisos todos los días
repartiendo el correo; cuando esa inteligencia, como la de cualquier
funcionario de carne y hueso, estaba absorta en la tarea que ocupaba sus horas
y sus días, contenta con su desempeño y feliz de sentirse útil para la
comunidad de ciudadanos de la encantadora localidad de Gumi.
Pero, a lo mejor, su cuerpo decidió
acabar con aquella farsa y darle su merecido descanso a ese hardware, que se
estaba quedando obsoleto y, de paso, darse la oportunidad de una nueva vida en
un vertedero de residuos, tal vez en un país exótico en vías de desarrollo,
dónde las máquinas sueñan con corderos eléctricos.
También he leído recientemente que cada
paso que damos es una caída, pues, partiendo de una posición de equilibrio en
bipedestación, adelantamos un pie, precipitándonos hacia adelante en una
secuencia fatal que sólo conseguimos neutralizar avanzando la otra pierna a
tiempo, para detener la caída. Con lo cual, basta dejar esa pierna atrás un
segundo para que se produzca una caída a nivel. Lo de subir y bajar escaleras
es ya jugar a la ruleta rusa. Y lanzarse a la pista de baile con nuestros
compañeros de trabajo, sin una mínima preparación, el día de la comida de
Navidad, una temeridad manifiesta que, en el mejor de los casos, podría
calificarse de imprudencia profesional y sobre cuyo índice de siniestralidad
los servicios de prevención de riesgos laborales deberían tomar nota.
Así que conviene estar atento a las
señales que nos manda nuestro cuerpo antes de hacerle determinadas
proposiciones, como echar una carterita para coger el autobús. Vaya a ser que
por alguna razón de esas que nuestra mente racional no entiende, decida no
acompañar con un movimiento acompasado el impulso de nuestro loco corazón y
terminemos desparramados por el suelo con nuestra autoestima boqueando en un
charco de una solución salina mezcla de sangre y lágrimas al cincuenta por
ciento.
Lágrimas que, en el caso de nuestro
malogrado compañero se perderán en la lluvia o se mezclarán con el agua de la
fregona cuando pase por allí la mujer de la limpieza.