Esta semana me ha
llegado la habilitación de la Abogacía del Estado para volver a ejercer como
letrado. Así que pronto volveré a vestir con la toga y a subirme al estrado
para oponerme a las pretensiones de los ciudadanos contra la Administración y a
solicitar de los jueces de lo social una sentencia absolutoria o que condene a
particulares o empresas a resarcir a esa administración a la que voy a
representar en juicio de los perjuicios ocasionados al erario público.
Siempre me ha atraído el ejercicio de la abogacía y, de los trabajos que he desempeñado para la Administración, el de letrado ha sido, probablemente, el que más satisfacciones me ha reportado. Así que estoy contento de asumir nuevamente el papel de litigador, además en defensa de lo público y, por extensión, de los intereses generales, aunque sea en un ámbito tan específico como el de las prestaciones por desempleo.
Recuerdo que, siendo todavía un niño, vi una película en nuestra vieja televisión que despertó en mí el gusanillo de participar en la Administración de Justicia, hasta el punto de embarcarme años más tarde en la ardua aventura de preparar oposiciones a judicatura, aunque también me examiné una vez para el acceso a la carrera fiscal; como ya sabéis, sin éxito, pero con gran empeño y también una buena dosis de ilusión.
Esa película era Testigo de cargo, en la que un brillante Charles Laughton ponía en evidencia al Ministerio Público, despertaba la simpatía del juez con su sarcasmo y hacía las delicias del jurado con sus objeciones a las preguntas del fiscal durante un interrogatorio que, en algunos cursos que he dado también en mi organismo, sigo poniendo como ejemplo de la manera correcta de practicar la prueba de testigos.
Naturalmente, el ejercicio profesional también tuvo sus contrapartidas, como la actitud despótica de algunos juzgadores, con los que, ocasionalmente tuve roces y algún encontronazo; y también me permitió conocer de primera mano la conducta poco conforme al código deontológico de la abogacía de algunos de mis colegas, así como la capacidad de otros magistrados para plasmar en sentencias formalmente ajustadas a derecho, prejuicios y subjetividades, o encontrar la manera de ejercer sus funciones sin dejar que sus togas tocaran el suelo y permaneciendo en un limbo jurídico que les mantenía a salvo de contaminarse tomando contacto con la realidad sobre la que tenían que emitir su veredicto.
Así que aquí estoy
otra vez, dispuesto a tomar la palabra, con la venía de su señoría, o sin ella,
porque, a pesar de lo que acabo de decir, cuando se abre el juicio oral, y con
independencia de lo que suceda después y del sentido del fallo contenido en la
sentencia, estando en el uso de la palabra, nadie puede impedir que tu voz se
escuche en la sala y que expongas tus argumentos y las razones de la causa que
te ha tocado defender de manera convincente para solicitar un pronunciamiento
que, a la vista de esa realidad y en ese caso concreto, haga Justicia.
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