Hace poco me he enterado de que en
Suecia, cuando vas a casa de un amigo de visita o llevas a tu hijo para que
juegue con los suyos, salvo que lo hayas pactado de antemano, no te dan de
comer, ni a ti ni a tus vástagos, pudiendo dejarte solo tranquilamente en una
habitación mientras ellos y su familia dan cuenta de la cena o del desayuno.
Aunque también se dice que últimamente esta costumbre ha caído en desuso o, por
lo menos, que la gente cool se ha
vuelto algo más flexible y te deja compartir sus viandas aunque no lo hayas
pactado por anticipado en un documento oficial por cuadruplicado ejemplar.
A bote pronto, uno piensa que esas cosas
solo suceden en Suecia y que los países mediterráneos somos herederos de una
legendaria hospitalidad que nos hermana con los beduinos, incapaces de
abandonar a nadie a su suerte en el inhóspito desierto. Pero, ¿quién no tiene
un amigo o ha estado en casa de algún conocido que se resistía a ofrecer algo
más que el cuarto de baño o a compartir otra cosa que no fuera el agua del
grifo?
Por lo visto, hay quien justifica esta
peculiar costumbre en las penurias por las que, en un tiempo pretérito, tuvieron
que pasar los suecos. Como si aquí, o en tantos otros sitios, no se hubiese
pasado hambre. Pero yo creo que la hospitalidad no tiene nada que ver con el
bienestar o la pujanza económica de una sociedad. Aunque es cierto que quien no
ha visto o sufrido la escasez es más difícil que sea capaz de ponerse en el
lugar de alguien necesitado, que por lo visto es lo que le pasa a algún
político madrileño, que no ve pobres por ninguna parte.
Porque realmente compartir lo que uno
tiene, sea poco o mucho, ya se trate de un plato de comida, del agua de una
cantimplora o del alero de una casa cuando diluvia y no se tiene un paraguas al
alcance de la mano, es un acto de generosidad que no espera nada a cambio ni
exige ser correspondido y nos define como individuos, al margen de nuestra
posición económica, de nuestras creencias y aún de nuestra ideología.
En este sentido, cuando damos cobijo a
alguien en nuestra casa, de alguna manera, nos convertimos en su protector. Y
si hemos entendido bien el papel de anfitrión, el tiempo que esté a nuestro
cuidado, velaremos por su bienestar, lo cobijaremos bajo nuestro techo, le
daremos de comer y, si es necesario, le proporcionaremos una manta por la noche
con la que protegerse del frío. Y, si se pone enfermo, lo atenderemos. Y, cuando
se haya restablecido, y esté en condiciones de partir, lo dejaremos de nuevo en
el camino, sano, salvo y vestido.
Si se piensa bien, lo contrario es una
felonía. De ahí que la canción del cocinero rata nos ilustre sobre las
consecuencias de traicionar las sagradas leyes de la hospitalidad. Aunque,
afortunadamente, poca gente es capaz de asesinar a sus huéspedes y la mayoría
sólo ocasionalmente y movidos por la compasión estaríamos dispuestos a hacer
uso del arsénico.
Superadas las tendencias homicidas, no
siempre es fácil ser un buen anfitrión, porque atender a alguien como es debido
obliga a desplegar un abanico de atenciones. Se puede salir del paso poniendo
la televisión y llamando a Telepizza, pero si los invitados han superado cierta
edad y además madurado lo suficiente puede que no se distraigan jugando a
videojuegos y prefieran que se les dé conversación. Y si han traído una botella
de vino queda feo maridarla con una pizza cuatro estaciones.
Naturalmente, puede contratarse un
catering o llamar a un restaurante y encargar un menú para llevar, pero salvo
que uno nade en la abundancia y tampoco decida esa noche prescindir de la
servidumbre, puede ser necesario meterse en la cocina, poner un mantel limpio y
hacerle los honores al vino sacando unas copas, encender la chimenea, si se
tiene y es invierno y los lacayos ya se han retirado a descansar, o, en su
defecto, una vela aromática. Entre los más osados, hay quien se atreve a poner
música, cantar canciones o contar historias. Y todo ello a riesgo de fracasar,
porque no todos los invitados son igual de considerados y algunos no dudan en
cuestionar en voz alta los gustos culinarios de sus anfitriones, poner en
evidencia la falta de brillo de la cubertería y denostar el aroma a vainilla de
las velas aromáticas o la música elegida para amenizar la velada.
Claro que en estos casos siempre queda
la opción final de sazonar el postre con arsénico, hacer picadillo en la cocina
al más joven y consiguientemente más tierno de los huéspedes y servirlo en una
empanada a la noche siguiente sobre una bandeja de plata convenientemente
abrillantada. Y proceder de la misma forma en noches sucesivas hasta que el
último de los huéspedes haya abandonado la casa por propia voluntad o, en el
peor de los casos, se haya convertido en relleno del pastel de carne.
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