Hace tiempo vi un
lienzo que ilustraba la llegada a puerto del único barco sobreviviente de la
expedición de Magallanes, después de completar la primera vuelta al mundo. En
el cuadro, los marineros bajaban de la embarcación con la mirada pérdida, como
almas en pena, la ropa hecha girones, alguno de ellos sosteniendo un cirio,
aparentemente incapaces de reconocer a sus semejantes, que les aguardaban expectantes
en el muelle. Tres años antes, habían partido de ese mismo puerto cinco naves y
más de doscientos treinta hombres, de los que consiguieron regresar tan sólo
dieciocho.
Esa mirada ausente ha sido descrita
gráficamente como la mirada de las mil yardas, y es una manifestación del
estrés postraumático que presentan las personas que han estado sometidas a una
experiencia traumática durante un prolongado periodo de tiempo, que se
describió por primera vez en combatientes que habían estado en primera línea de
combate.
Pero también una catástrofe, una
situación de cautiverio prolongada en condiciones extremas, o cualquier
experiencia de características semejantes puede derivar en un trastorno
adaptativo del que esa mirada perdida sería tan sólo un síntoma.
Hace unos días pude reconocer esa misma
mirada en una fotografía del cabo Calvin Bates, del 20º Regimiento de
Infantería de Mane, que ilustraba un artículo sobre un reciente estudio que ha
revelado que los hijos de los soldados del ejército de la Unión que, después de
ser capturados por el ejército confederado, ingresaron en el campo de
prisioneros de Andersonville, donde sufrieron de inanición, escorbuto o
disentería y fueron sometidos a un cautiverio tan duro que acabó con la vida
del 40 por ciento de sus compañeros, además de presentar muchos de los síntomas
propios del estrés postraumático, transmitieron a sus hijos varones algunas de
las secuelas del sufrimiento padecido, como consecuencia de cambios en la
información genética que pasarían de una generación a otra, lo que hizo que sus
vástagos tuvieran una menor esperanza de vida que los hijos de otros veteranos
de guerra o que sus propios hermanos concebidos antes de que sus padres fueran
a la guerra.
Si esa vivencia se experimenta a edades
tempranas, otros estudios demuestran que los niños que las padecen pueden
llegar a desarrollar patologías que les acompañarán el resto de sus vidas. Así,
los niños rescatados de los orfanatos de la Rumanía del dictador Ceaucescu
muestran alteraciones cerebrales décadas después, a pesar de haber sido
adoptados por familias occidentales y haberse desarrollado en un ambiente
propicio y tendrían peores expedientes académicos, menor cociente intelectual y
mayores síntomas del trastorno por déficit de atención, y ya de adultos, podrían
arrastrar problemas emocionales y de ansiedad y depresión. El estudio revela
además una siniestra proporcionalidad entre el número de meses pasados en las
instituciones estatales para huérfanos y el volumen del cerebro, de forma que
por cada mes pasado en uno de los orfanatos rumanos, el volumen total del
cerebro sería entre 2 y 3 centímetros cúbicos menor.
A la vista de tales evidencias, resulta
todavía más escarnecedor que históricamente quienes, por acción o por omisión,
han propiciado consecuencias como las que describen estos estudios, hayan
defendido al mismo tiempo la superioridad de los colonizadores sobre los
indígenas, o de las clases pudientes sobre los desheredados, o de los
carceleros sobre sus prisioneros, achacando a estos taras, sociopatías o
comportamientos desviados, defendiendo, incluso a nivel doctrinal, tesis como
la del delincuente congénito, y sosteniendo sin tapujos que alguien por su
raza, origen o extracción social, en el mejor de los casos, estaría peor dotado
genéticamente para ocupar un puesto en la sociedad junto a los prohombres. Y,
en el peor, constituiría una lacra para la sociedad que le habría dado cobijo.
En todo caso, la historia nos demuestra
que, en estas o parecidas circunstancias, han tenido que sucederse un buen
número de generaciones para que una raza de esclavos pudiera batir en una pista
de atletismo a los hombres libres, para que los pueblos colonizados hayan podido
reclamar el derecho a su libre determinación, para que un ejército de
indigentes se pusiera en pie y reclamara su lugar en los parlamentos nacionales
o para que algunos de los cautivos más injustamente encarcelados hayan podido
ganar unas elecciones democráticas, después de ser elegidos libremente por sus
conciudadanos.
Por eso, ahora mismo, cabe preguntarse cuánto
tiempo tendrá que pasar para que quienes han llegado, y van a seguir llegando, hasta
nuestras costas con la mirada extraviada y la ropa hecha girones, después de sufrir
enfermedades y pandemias, ver a sus hijos y hermanos morir de hambre y de sed,
después de sufrir una deriva climática devastadora provocada por nosotros
mismos y nuestra codicia insaciable, ser víctimas de guerras crueles en cuya
primera línea los colocó el azar, vagar a través del desierto en éxodos
agotadores, pasar por las manos de traficantes de seres humanos, sufrir
cautiverio, arriesgarlo todo en travesías suicidas, y haber sobrevivido a
naufragios, puedan sentarse a nuestra mesa y compartir el pan y la sal que les
hemos negado durante tanto tiempo y aún hoy les seguimos negando.
La
mirada de las mil yardas es una manera de desvincularse de una realidad
terrible y de una experiencia de sobrepasa al que la ha vivido. Sirve para
aislarse y anestesiarse cuando el sufrimiento se vuelve intolerable, evitando
ver aquello que está por todas partes alrededor y produce ese sufrimiento. Ignorarla,
no arropar y ofrecer ayuda y consuelo a los que han perdido la capacidad de
estar en la realidad de este mundo nos convierte en cómplices de los captores,
de los señores de la guerra y de los traficantes de seres humanos. Y ese
comportamiento revela que nuestra mirada, a diferencia de la suya, está
enfocada en no ver más allá de nuestro acogedor entorno cotidiano, lo que nos
permite ignorar todo aquello que sucede más allá de las mil yardas.
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