Hace meses que la
prensa y las redes sociales vienen haciéndose eco de los incidentes
protagonizados por un grupo de orcas en aguas de España y Portugal. Y es que,
desde 2020, la familia de Gladis (Orca Gladiator), que es el nombre con el
que se conoce a los miembros de este grupo de hasta quince ejemplares
emparentados entre sí, ha participado en un número creciente de interacciones
con barcos, que normalmente no tienen consecuencias más allá de la rotura del
timón y otros desperfectos que dejan la nave a la deriva.
No obstante, hace un año, un grupo de
orcas hundió un velero a 11 kilómetros de la costa portuguesa de Sines, dejando a sus cinco tripulantes
tiritando en un bote salvavidas a la espera de ser rescatados y supongo que
preguntándose si las ballenas iban a seguir jugando a hundir la flota,
cebándose también con el bote salvavidas.
La cuestión es que, como no dejo de leer
noticias sobre los encuentros entre orcas y embarcaciones (cada uno tiene sus
preferencias, en lo que a contenidos en la red se refiere), mi teléfono móvil
ha empezado de ofrecerme una copiosa información sobre los más variados
incidentes ocurridos entre ballenas y barcos, en cualquier confín del océano.
Así me he enterado de que, el mes pasado,
se ha producido el hundimiento de otro velero suizo que navegaba a todo trapo,
aprovechando un viento favorable de entre 7 y 8 nudos, frente al puerto de Barbate, cuyos tripulantes tuvieron que
ser rescatados después de que tres orcas embistieran repetidamente la
embarcación hasta conseguir echarla a pique (que digo yo que teniéndolo tan
fácil para practicar el alpinismo, dónde el mayor riesgo que se corre, en lo
que a interacción animal se refiere, es que se te cague encima un águila real,
después de rescatarlo y envolverlo en una manta, la guardia costera podría
haberle dicho al patrón aquello de colega tú te lo has buscado).
Y he tomado conciencia de que, de vez en
cuando, aunque con más frecuencia de la que me imaginaba, un barco choca
aparatosamente con un cetáceo, como aconteció en marzo pasado, a un velero que
realizaba una travesía entre las islas Galápagos y la Polinesia Francesa, en
cuya singladura se cruzó una 'ballena gigante' muy cerca del lugar en que Moby-Dick y Ahab se vieran las caras por última vez (11° 30.6S 117° 26.9W).
También, en septiembre del año pasado,
en la bahía de Goose, frente a las
costas de Nueva Zelanda, cuando el mar estaba en calma y todo invitaba a
deleitarse con la brisa marina, un cachalote que emergía de las profundidades
abrió una vía de agua en el casco de un barco que lo envío al fondo del mar con
la mitad de la tripulación atrapada en su interior y preguntándose todavía por
dónde les había venido el golpe, sobre todo porque la expedición se había
organizado para el avistamiento de aves, lo cual me lleva a pensar que, en el
momento de la colisión, estaban mirando en la dirección equivocada.
Aunque, la variedad de interacciones con
cetáceos no tiene fin, y si no que se lo digan a Julie y Liz, un par de
chicas que se encontraban practicando kayak en la costa de California, cuando
una ballena jorobada emergió del agua y abriendo la boca en un colosal bostezo,
las engullo sin más trámites, para escupirlas a continuación y seguir su
camino, supongo que preguntándose como un congénere suyo puso albergar en el
estómago a una criatura de semejante textura y sabor durante tres días y tres
noches antes de regurgitarla. Y es que una mala experiencia culinaria la tiene
cualquiera.
Claro que, por otra parte, la prensa
británica no deja de alertar a sus lectores de la presencia, también cada vez
más frecuente, de tiburones en las playas de nuestra costa mediterránea, que se
especula que pudiera estar provocada por la subida de la temperatura del mar.
Aunque, visto lo que está pasando en aguas del estrecho con las orcas, yo creo
que los tiburones han decidido quitarse de en medio y prefieren nadar cerca de
la playa de Sant Gervasi, en Vilanova i la Geltrú, asustando a Mildred y George, que arriesgarse a un encuentro fortuito con Gladis y compañía. Qué ya se sabe que a
las ballenas en general, y a las orcas en particular, no parece que les guste
mucho el sabor de los bañistas (y, si no, ahí están Jonás, o Julie y Liz para atestiguarlo), pero es bien
sabido que no le hacen ascos a una buena sopa de aleta de tiburón.
Pues, bueno, como de todo se puede
extraer alguna enseñanza en este mundo, creo que, a estas alturas de la
película, hasta los fans de ’Libertad a
Willy' pueden empezar a comprender que, a lo mejor, ya no se puede andar
navegando por ahí despreocupadamente como el que coge un Uber sin ocuparse de nada más que del parte meteorológico, y que,
ya sea por el recalentamiento de los océanos, por la proliferación de islas de
plásticos o por la contaminación acústica de los hábitats marinos que impide
escuchar el canto de los cetáceos, puede ser que Willy, Gladis y hasta los
descendientes de Moby-Dick hayan
empezado a tomar conciencia de la necesidad de mantener a raya a los seres
humanos, empezando por todos los ecoturistas en acción de este mundo y sus
embarcaciones de recreo (lo de George
y Mildred habrá que abordarlo en el
próximo debate sobre el estado de la nación marina).
Una lástima, porque este verano tenía
pensado coger un barquito que sale desde la localidad en la que veraneo y que
realiza una ruta por aguas del estrecho con la promesa de avistar ejemplares de
hasta doce especies de cetáceos. Hasta ahora, no lo habíamos hecho porque
teníamos nuestras dudas de que hubiera una verdadera interacción con alguno de
ellos. Ahora no creo que lo hagamos por si acaso la cosa se sale de madre y
terminamos nadando entre ballenas con ganas de poner a prueba nuestras dotes
para sobrevivir en alta mar. Aunque no descarto del todo algún encuentro en la
playa con un Galeorhinus galeus, preferentemente
en adobo y con un chorrito de limón.
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