Desde que los letrados
quedamos eximidos del uso de la toga, como consecuencia de las medidas
adoptadas para prevenir contagios durante la pandemia, me había acostumbrado a
comparecer en juicio sin vestir la prenda característica de mi oficio. (Con la
ilusión que me hizo la primera vez).
Y es que cargar con la toga arriba y
abajo, sobre todo cuando empieza a apretar el calor, puede ser un verdadero
incordio. No obstante, superada la crisis sanitaria, sabía que era cuestión de
tiempo que su uso terminara imponiéndose de nuevo. De hecho, hace unas semanas,
un cartel pegado en la puerta de una de las salas de vistas, que recordaba a
los letrados la obligatoriedad de su uso y, también de ir vestido con la
dignidad que exige el ejercicio profesional, debería haberme servido de
advertencia.
Pero reconozco que me he resistido todo
lo que he podido, hasta que hace unos días, al ver cómo me encaminaba
resueltamente hacia el estrado vestido de paisano, una magistrada me conminó a
acercarme al colegio de abogados y pedir una, a lo que yo le respondí que no
estaba colegiado, con lo que era poco probable que me la dejasen en préstamo.
Finalmente, un colega que estaba en la sala esperando su turno, me dejó la
suya, lo que me permitió salir del paso y ejercer mi oficio con la dignidad
adecuada.
Así que no me ha quedado más remedio que
volver a enfundarme el hábito negro, aunque sea a costa de comparecer en sala
sudando como si acabara de salir de la sauna; momento en el que la indumentaria
más adecuada no es precisamente un traje de chaqueta, sino, si acaso, una
toalla enrollada a la cintura. Aunque no sé yo si, aun poniéndome la toga por
encima, su señoría iba a dejar que me subiera a la tarima, con lo que me ha
costado recuperar la dignidad y a riesgo de perderla de nuevo.
En el edificio que alberga los juzgados
de lo social, también tienen su sede los juzgados de lo penal. Así que es
frecuente ver transitar por pasillos y dependencias a los detenidos, con las
manos esposadas y custodiados por dos agentes de policía. A diferencia de los
abogados, los delincuentes no van vestidos de ninguna manera especial. Nadie
les obliga a llevar una indumentaria acorde con su oficio ni les otorga ninguna
dignidad especial, supongo que teniendo en cuenta la actividad a la que se
presume que se dedican.
Anteayer, sin ir más lejos, se cruzó
conmigo en un pasillo un detenido que, además de por las esposas y la custodia
policial, me llamó la atención porque solo llevaba un culote negro y unas
sandalias. Con el torso desnudo y conducido por la pareja de policías
uniformados, pasó por mi lado en dirección a la oficina judicial de uno de los
penales de la tercera planta. Al cabo de quince minutos lo vi regresar, ya sin
esposas y sonriendo tímidamente. Los policías que lo acompañaban se despidieron
de él diciéndole que ya estaba libre y cogieron el ascensor. El bajó por la
escalera y, después de que desapareciera de su vista, los agentes comentaron
entre ellos que, como vivía en un pueblo, para regresar a su casa tendría que
recorrer más de veinte kilómetros por sus propios medios.
Soy de los que cree que hay una dignidad
que reside en el ser humano, y que no radica en su oficio o menester al que se
dedica, ni mucho menos en la forma en que va vestido. Es una dignidad
intrínseca al hecho de ser hombre, y por eso irrenunciable. No obstante, en ese
momento, no pude evitar ponerme en el lugar de ese detenido que, recién recuperada
su libertad, no se atrevía a compartir el ascensor con sus captores y me lo
imaginé semidesnudo, descendiendo por la escalera, pegado a la pared, tratando
de evitar el contacto con todos los demás hombres libres que transitábamos a
esa hora de la mañana por el edificio de la sede judicial, con nuestras
corbatas, nuestras chaquetas y, ocasionalmente, nuestras togas negras, pidiendo
o impartiendo justicia.
Y, en ese momento, eché de menos algún
cartel que dijera algo así como que nadie que acuda a una sede de la
administración de justicia podrá ser despojado de su dignidad y, por eso, si
careciese de la indumentaria adecuada, se le proporcionará una que le permita
cubrirse la piel, compartir un ascensor o utilizar las escaleras sin miedo a
ser juzgado de antemano por sus semejantes y, si finalmente fuera puesto en
libertad, caminar bajo el sol sin tener que esperar a la noche ni ocultarse
entre las sombras.
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