El derecho a la propia
imagen se define como el derecho a controlar la captación, difusión y, en su
caso, explotación de los rasgos físicos que hacen reconocible a una persona
como sujeto individualizado y, como tal derecho, está reconocido y protegido por
el ordenamiento jurídico.
No obstante, como consecuencia de la
revolución tecnológica en la que nos encontramos inmersos, manipular nuestra
imagen y nuestra voz se ha convertido en un juego de niños (nunca mejor dicho)
y lo que en un primer momento afectaba solamente a actrices y otros personajes
públicos, ahora puede afectar a cualquiera, desde la mujer de la limpieza del
edificio de oficinas en el que trabajamos a la profesora de inglés del
instituto en el que estudian nuestros hijos, pasando por el pescadero del
supermercado al que vamos a comprar los fines de semana.
Así pues, la posibilidad de que el uso
del software que permite llevar a cabo este tipo de manipulaciones se
generalice nos coloca a todos en una situación de riesgo. Sólo hace falta que
alguien tenga acceso a nuestra imagen, que con la proliferación del uso de las
redes sociales está al alcance de cualquiera o, por lo menos, de ese selecto
grupo de personas que forman nuestro círculo social, que disponga de la
aplicación correspondiente y además tenga un motivo. Así de fácil. Será por eso
que los archivos falsos en la red mundial, el 96 por ciento de los cuales son
de contenido pornográfico, se han duplicado en seis meses.
Y no hace falta que nadie sienta una
especial animadversión hacia nosotros. Puede bastar con que esté aburrido o
quiera echarse unas risas a nuestra costa. Pero, si a los dos primeros
requisitos, le sumamos el despecho, la envidia, el odio o cualquier baja pasión
o trastorno que nos podamos imaginar, de esos que también proliferan tanto en
nuestros días, entonces tenemos todos los ingredientes para un cóctel
explosivo, fabricado con el único propósito de desacreditarnos públicamente.
Hay quien dice que, muy pronto, va a
resultarnos imposible diferenciar verdades y mentiras. Y que será necesario, en
cada caso, acudir a los tribunales para esclarecer los hechos. En definitiva,
la respuesta no sería muy distinta de la que brinda ese mismo ordenamiento
jurídico frente al delito de calumnia. Por cierto, no al alcance de todo el
mundo. Pero el problema radica en que ahora es mucho más fácil armar una
conspiración desde el anonimato y la impunidad y que la comunidad virtual no
tiene fronteras, con lo cual también es mucho más difícil defenderse.
Además, probablemente, cuando uno quiera
reaccionar, sea demasiado tarde, su imagen o su voz hayan recorrido una
distancia sideral en nanosegundos y quedado definitivamente fuera del alcance
de la ley, de la Agencia de Protección de Datos y, no digamos, de nosotros
mismos.
Así las cosas, sólo se me ocurren dos
alternativas: desinstalar cualquier aplicación de nuestros móviles, borrarse de
cualquier foro o red social y salir a la calle con un pasamontañas, un burka o
una mascarilla bien pegada a la jeta, para protegerse de este nuevo patógeno y,
de paso, también de las miradas indiscretas, o echarse a la espalda el riesgo
de ser difamado públicamente y confiar en que nuestros verdaderos amigos y
familiares harán caso omiso de cualquier intento de desacreditarnos
Lo que pasa es que no todo el mundo
tiene la capacidad, la madurez ni el temple necesario para enfrentarse según a
que situaciones. Sobre todo si se trata de menores, que han sido, después de
los famosos, las primeras víctimas, en una pequeña localidad en la que todo el
mundo se conoce y precisamente a manos de otros menores a los que les pareció
divertido desnudar a sus compañeras de clase y difundir su imagen en redes
sociales. Y, en este caso, pase lo que pase, ya nada podrá reparar el daño
causado.
Pero, probablemente, en este caso, como
en tantos otros, el problema no está en que haya una cohorte de aburridos
cibernautas desnudando actrices o a sus vecinas de puerta en su tiempo libre,
ni que un ejército de haters este tomando violentamente el control de las redes
sociales, y tal vez si en que los padres de esos menores declinaran sus
responsabilidades y renunciaran a cualquier control parental mucho antes de que
sus hijos decidieran jugar con la imagen de sus compañeras de clase.
La cuestión es que, ante la difusión de
un bulo, una mentira o, en general, la maledicencia, siempre hemos tenido la
posibilidad de reaccionar diciendo, al que nos venía con un chisme, o a
susurrarnos en la oreja una jugosa historia sobre un amigo, un compañero de
clase, un conocido o, incluso alguien con el que no nos unía ningún vínculo, ni
próximo ni remoto, que eso que tiene que contarnos, en petit comité y para que
nadie más lo sepa, no nos interesa. Que no necesitamos ni queremos saber lo que
sabe o le han contado.
Si el resto de compañeros de clase de
esas chicas hubieran borrado los mensajes y no se hubiese descargado las
imágenes de sus compañeras, si no las hubiese difundido después entre su red de
contactos, todo habría quedado en un intento de dañar su imagen. Pero, para
lograr que esa reacción sea automática es necesario haber educado a esos niños
en el respeto y la lealtad, haberles explicado en que consiste la rectitud
moral, y por que la honestidad debe presidir cada uno de sus actos, para evitar
que los comportamientos deshonestos de otros hagan daño a quienes no pueden defenderse
solos y confían en que nosotros, sus padres, sus amigos, sus maestros, sus
compañeros, llegado el caso, seremos capaces de hacerlo.
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