domingo, 24 de septiembre de 2023

A nuestra propia imagen y semejanza.

 

El derecho a la propia imagen se define como el derecho a controlar la captación, difusión y, en su caso, explotación de los rasgos físicos que hacen reconocible a una persona como sujeto individualizado y, como tal derecho, está reconocido y protegido por el ordenamiento jurídico.

No obstante, como consecuencia de la revolución tecnológica en la que nos encontramos inmersos, manipular nuestra imagen y nuestra voz se ha convertido en un juego de niños (nunca mejor dicho) y lo que en un primer momento afectaba solamente a actrices y otros personajes públicos, ahora puede afectar a cualquiera, desde la mujer de la limpieza del edificio de oficinas en el que trabajamos a la profesora de inglés del instituto en el que estudian nuestros hijos, pasando por el pescadero del supermercado al que vamos a comprar los fines de semana.

Así pues, la posibilidad de que el uso del software que permite llevar a cabo este tipo de manipulaciones se generalice nos coloca a todos en una situación de riesgo. Sólo hace falta que alguien tenga acceso a nuestra imagen, que con la proliferación del uso de las redes sociales está al alcance de cualquiera o, por lo menos, de ese selecto grupo de personas que forman nuestro círculo social, que disponga de la aplicación correspondiente y además tenga un motivo. Así de fácil. Será por eso que los archivos falsos en la red mundial, el 96 por ciento de los cuales son de contenido pornográfico, se han duplicado en seis meses.

Y no hace falta que nadie sienta una especial animadversión hacia nosotros. Puede bastar con que esté aburrido o quiera echarse unas risas a nuestra costa. Pero, si a los dos primeros requisitos, le sumamos el despecho, la envidia, el odio o cualquier baja pasión o trastorno que nos podamos imaginar, de esos que también proliferan tanto en nuestros días, entonces tenemos todos los ingredientes para un cóctel explosivo, fabricado con el único propósito de desacreditarnos públicamente.

Hay quien dice que, muy pronto, va a resultarnos imposible diferenciar verdades y mentiras. Y que será necesario, en cada caso, acudir a los tribunales para esclarecer los hechos. En definitiva, la respuesta no sería muy distinta de la que brinda ese mismo ordenamiento jurídico frente al delito de calumnia. Por cierto, no al alcance de todo el mundo. Pero el problema radica en que ahora es mucho más fácil armar una conspiración desde el anonimato y la impunidad y que la comunidad virtual no tiene fronteras, con lo cual también es mucho más difícil defenderse.

Además, probablemente, cuando uno quiera reaccionar, sea demasiado tarde, su imagen o su voz hayan recorrido una distancia sideral en nanosegundos y quedado definitivamente fuera del alcance de la ley, de la Agencia de Protección de Datos y, no digamos, de nosotros mismos.

Así las cosas, sólo se me ocurren dos alternativas: desinstalar cualquier aplicación de nuestros móviles, borrarse de cualquier foro o red social y salir a la calle con un pasamontañas, un burka o una mascarilla bien pegada a la jeta, para protegerse de este nuevo patógeno y, de paso, también de las miradas indiscretas, o echarse a la espalda el riesgo de ser difamado públicamente y confiar en que nuestros verdaderos amigos y familiares harán caso omiso de cualquier intento de desacreditarnos 

Lo que pasa es que no todo el mundo tiene la capacidad, la madurez ni el temple necesario para enfrentarse según a que situaciones. Sobre todo si se trata de menores, que han sido, después de los famosos, las primeras víctimas, en una pequeña localidad en la que todo el mundo se conoce y precisamente a manos de otros menores a los que les pareció divertido desnudar a sus compañeras de clase y difundir su imagen en redes sociales. Y, en este caso, pase lo que pase, ya nada podrá reparar el daño causado.

Pero, probablemente, en este caso, como en tantos otros, el problema no está en que haya una cohorte de aburridos cibernautas desnudando actrices o a sus vecinas de puerta en su tiempo libre, ni que un ejército de haters este tomando violentamente el control de las redes sociales, y tal vez si en que los padres de esos menores declinaran sus responsabilidades y renunciaran a cualquier control parental mucho antes de que sus hijos decidieran jugar con la imagen de sus compañeras de clase.

La cuestión es que, ante la difusión de un bulo, una mentira o, en general, la maledicencia, siempre hemos tenido la posibilidad de reaccionar diciendo, al que nos venía con un chisme, o a susurrarnos en la oreja una jugosa historia sobre un amigo, un compañero de clase, un conocido o, incluso alguien con el que no nos unía ningún vínculo, ni próximo ni remoto, que eso que tiene que contarnos, en petit comité y para que nadie más lo sepa, no nos interesa. Que no necesitamos ni queremos saber lo que sabe o le han contado.

Si el resto de compañeros de clase de esas chicas hubieran borrado los mensajes y no se hubiese descargado las imágenes de sus compañeras, si no las hubiese difundido después entre su red de contactos, todo habría quedado en un intento de dañar su imagen. Pero, para lograr que esa reacción sea automática es necesario haber educado a esos niños en el respeto y la lealtad, haberles explicado en que consiste la rectitud moral, y por que la honestidad debe presidir cada uno de sus actos, para evitar que los comportamientos deshonestos de otros hagan daño a quienes no pueden defenderse solos y confían en que nosotros, sus padres, sus amigos, sus maestros, sus compañeros, llegado el caso, seremos capaces de hacerlo.

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