La semana pasada estaba
en el juzgado, esperando a que me llamaran para celebrar un juicio cuya hora de
comienzo se había dilatado considerablemente, cuando se me acercó el letrado de
la trabajadora que había promovido la demanda y, después de saludarme cordialmente
y pedirme consejo sobre otro procedimiento en el que le habían dado por
desistido por no cumplimentar en plazo un requerimiento del juzgado, me
preguntó por mi edad y, congratulándose de que fuéramos de la misma quinta,
empezó a hablar sobre la incertidumbre en la que vivimos instalados los de
nuestra generación, no tanto por las dificultades financieras del sistema de
pensiones, sino porque dudaba incluso de que, llegada la hora, existiera un
Estado Español para hacerse cargo del pago de las mismas.
Procuré tranquilizarlo, mostrando mi
confianza en que, llegado el caso, existiría algún otro Estado reconocido por
la comunidad internacional que se hiciera cargo de nosotros y asumiera el pago
de las pensiones, cosa que le hizo sonreír, aunque no pareció tranquilizarlo
demasiado.
Así que estaba esperando que volviera a
la carga con sus preocupaciones sobre la configuración territorial de ese nuevo
sujeto de derecho internacional y empezara a hablarme de amnistías, referéndums
de autodeterminación y cesiones varias al independentismo, cuando, cogiéndome
del brazo y bajando el tono de voz, me dijo: "compañero, cómo me caes
bien, te voy a contar una cosa", para añadir a continuación "es algo
que todo el mundo sabe, pero de lo que nadie habla. Lo sabe Pedro Sánchez y
todos los jefes de estado y de gobierno de la Unión Europea y hasta la OMS.
Pero nadie dice nada".
Andaba preguntándome cual sería ese
secreto a voces que parecía conocer todo el mundo menos yo, cuando una pregunta
vino a ponerme sobre la pista. "Compañero, ¿tú te has vacunado contra el
COVID?". A lo que respondí que si, con las tres dosis. "Yo
también", me confesó, para añadir acto seguido, "pues, hazme un
favor, no te vacunes más".
Y, tras una pausa dramática, añadió
"Nos están matando, compañero. Y cómo el plan inicial no ha funcionado y
no ha muerto bastante gente, están intentando convencernos de que nos pongamos
una cuarta dosis. Y la gente se la va a poner y se va a morir. De hecho, ya se
están muriendo". Acto seguido, echó mano del móvil y me enseñó un grupo de
Telegram que le informaba
puntualmente de las muertes inexplicables de gente anónima, que él consideraba
famosa, como entrenadores de equipos de fútbol de tercera regional, jóvenes
deportistas amateurs y actores de filmografía desconocida, que se estaban
produciendo en todo el mundo. "Y esto es sólo gente famosa. Imagínate el
resto, si sólo de este grupo recibo cientos de notificaciones
diariamente".
Luego me dijo que él también era un
crédulo, como yo. Hasta que vio un vídeo en Internet en el que se apreciaba claramente
al microscopio como en un cultivo hecho con la dosis de la vacuna, al cabo de
unos días, se había materializado una especie de circuito electrónico minúsculo.
Y más tarde, echando nuevamente mano del
móvil, me mostró una aplicación que se había instalado capaz de detectar
dispositivos que, en ese mismo momento y en el limitado espacio en que nos
encontrábamos, estaban emitiendo una señal bluetooth hacia la nube y que no
eran otra cosa que los chips que nos habían implantado durante la pandemia.
Cuarenta y siete contabilizó en poco más de un minuto. Todo lo cual le había
llevado a la necesidad de pedir cita con el Fiscal Jefe de la Audiencia
Provincial. Aunque me dijo que, habían pasado ocho meses, y hasta ahora, no le
había recibido.
En esas estábamos, cuando se abrió la
puerta de la sala de vistas y por ella se asomó la cabeza del funcionario de
auxilio judicial para llamar a las partes de nuestro pleito. Entonces, mi
colega cerró la aplicación y tras mirarme un segundo al tiempo que arqueaba las
cejas, como para darme a entender que, a lo mejor, el Fiscal Jefe, a estas
alturas, podría saber algo de lo que no necesitaba que nadie le informase, se guardó
el móvil en un bolsillo oculto bajo la toga y nos encaminamos al estrado.
Allí nos estaba esperando la abogada de
una de las empresas codemandadas, que empezado el juicio y estando en el uso de
la palabra, para lograr la exculpación de su cliente, empezó a construir un
alambicado relato sobre el registro policial llevado a cabo en la oficina que
constituía el centro de trabajo; la detención, puesta a disposición judicial y
posterior ingreso en prisión de su administradora, nacional de algún país del
Este de Europa, y también de algún que otro trabajador de la misma empresa y/o
nacionalidad, para relatar luego cómo el hijo de la supradicha administradora, ya
en prisión provisional, recién alcanzada la mayoría de edad y antes incluso de
haber obtenido, por su parte, la residencia legal en España, se vio en la
necesidad de hacerse cargo del negocio familiar, después de que la cartera de
clientes hubiera empezado a retirar la documentación depositada en las
dependencias de la gestoría, ante la imposibilidad de esta, dadas las
circunstancias, de cumplir con los plazos de presentación de declaraciones
tributarias y demás procedimientos en curso seguidos ante diversas
administraciones públicas, poniendo de manifiesto, a cada paso, toda una
dinámica empresarial que invitaba a pensar al oyente más neutral y menos
imaginativo que la menor de las irregularidades protagonizadas por la empresa
en cuestión podría ser la de haber despedido al actor de forma improcedente.
Cuando el relato de los hechos
exculpatorios estaba llegando a su cénit, su señoría se sintió obligado a
intervenir, para, después de declarar que el que se estaba celebrando era el
juicio más surrealista que había visto en su vida, advertir a la letrada de la
posibilidad de que le estuviera proporcionando argumentos suficientes para,
lejos de lo pretendido, condenar a su cliente, recomendándole encarecidamente
que se replantearse su línea de defensa. No obstante, la letrada decidió hacer caso
omiso de tal recomendación, para llevarnos a todos los presentes al
convencimiento íntimo de que su defendido iba a ser condenado en ese proceso y,
probablemente, en algún otro, sobre todo si no cambiaba de abogado defensor.
Concluida la vista oral, salí a la calle
temiendo muy seriamente que, en el tiempo que había permanecido en la sede
judicial, se hubiera producido un apocalipsis zombie y que el Fiscal Jefe
estuviera en ese momento recluido en su despacho tratando de contactar con la
policía judicial, mientras una horda de muertos vivientes recorría los pasillos
de la Audiencia Provincial y las causas penales pendientes contra la
administradora de la empresa demandada en mi procedimiento, Pedro Sánchez y la
OMS se acumulaban en las mesas del Ministerio Público y los tenientes fiscales
mordían en el cuello al resto de funcionarios que trataban
infructuosamente de escapar arrojándose por las ventanas.
Así pues, andaba yo pensando en
defenestraciones cuando, al pasar junto al edificio de la Audiencia de vuelta a
mí despacho, una jardinera que alguno de esos funcionarios había dejado
imprudentemente sobre un aparato de aire acondicionado colgado de la fachada,
sin prever que el viento que se había levantado esa mañana pudiera desalojarla
de su precario emplazamiento, se estrelló estrepitosamente contra el suelo, a
pocos metros de donde me encontraba, haciendo que me diera un vuelco el
corazón. Y, por un momento, pensé que había faltado poco para que otra causa
penal se sumase a los procedimientos pendientes de instrucción en la Fiscalía
y, salvo que un zombie compasivo me mordiera a mí también en el pescuezo
mientras agonizaba sobre la acera, mi nombre pasara a formar parte de la
interminable lista de decesos de la cuenta de Telegram de mi colega, al que, en tal caso, temo que, aunque
hubiese querido, no podría llegar a recibir el Fiscal Jefe, y al que alguien
terminaría dando por desistido de su pretensión, también en este caso.
Aunque, bien pensado, si la mayoría de
nosotros terminásemos arrastrando los pies por las calles, antaño saturadas de
turistas y extranjeros con el visado a punto de caducar o pendientes de obtener
la residencia legal en nuestro país, y ahora desiertas, vestidos con harapos y
con la mirada pérdida, el hecho de qué nos hubiesen implantado un chip en el
brazo de la vacuna no sería la mayor de nuestras preocupaciones y, por lo
menos, sin perjuicio del alivio indudable de la carga del sistema de pensiones
de Zombielandia, ayudaría a geolocalizar a los no muertos, hasta que se nos cayera
el brazo, claro. Entonces sí que me temo que no iba a haber escapatoria posible
para nadie.
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