Hace semanas que mi
teléfono móvil me está avisando de que le queda poco espacio disponible,
recomendándome que borre archivos y advirtiéndome de que es posible que, si no
lo hago, algunas de las aplicaciones que tengo instaladas empiecen a funcionar
de manera defectuosa.
De hecho, vengo observando que, aunque
las aplicaciones funcionan, a mí teléfono le cuesta una eternidad abrir la
cámara o hacer una foto, para desesperación de mis hijas que terminan saliendo
en la imagen con los ojos cerrados o la boca abierta con gesto de reproche y aspecto
impaciente.
También, de vez en cuando, la pantalla
se pone en negro a mitad de una búsqueda, animándome con su oscuridad
impenetrable a comprar el periódico para leer esa noticia que ha llamado mi
atención o a consultar la enciclopedia para saber de algo que me interesa o
debería conocer y, arrojando un poco de luz, mitigar así mi ignorancia.
Y, a veces, ante la insufrible
indolencia de WhatsApp, me dan ganas de cazar una paloma, de esas que se
dedican a picotear distraídamente migajas en el carril bici mientras los
patinetes eléctricos pasan por su lado a toda velocidad, atarle un mensaje a
una de las patas y susurrarle la dirección de su destinatario en lugar de
enviarle un mensaje o una carita sonriente, que, dado que la aplicación
funciona al tran tran y reacciona tarde, puede intercambiarse por un demonio
furibundo si no ando atento con la digitalización, con consecuencias
imprevisibles, dependiendo del destinatario.
Y otro tanto me sucede con el correo
electrónico corporativo, que lleva varios meses diciéndome que el buzón está
casi lleno y que sigue estando a rebosar de algo que no sé lo que es, porque ya
he eliminado de la bandeja de entrada todos los mensajes que consideraba
prescindibles. Es decir, todos menos aquellos que pienso que podrían servirme
de prueba de descargo en un hipotético proceso al estilo del que sufrió en sus
propias carnes Josef K, el protagonista de la novela de Kafka. El problema es
que, como no sé de qué podría ser acusado, guardo mensajes de lo más variado y,
todo sea dicho, de dudosa utilidad, aunque, cuando uno no sabe de qué tiene que
defenderse, es mejor ser precavido y pecar por exceso que por defecto. O sea,
que, ahora que lo pienso, todos los que consideraba prescindibles deben ser muy
pocos (felicitaciones de Navidad y despedidas por jubilación, mayormente).
Hasta mi correo de Gmail me ha lanzado
un aviso últimamente en lo que a espacio disponible se refiere, y es que nunca
he tenido la prudencia de ir borrando los cientos de mensajes que recibo todos
los meses del banco, de aseguradoras, de la comunidad de propietarios, de
Facebook, de Twitter, de ONGs, de los periódicos a los que estoy suscrito y
también de decenas de administraciones y empresas a las que un mal día tuve la
ocurrencia de facilitar una dirección electrónica, y que me interesan tan poco
que no suelo tomarme la molestia de abrir y, mucho menos, de leer, salvo que el
asunto haga referencia a la inminencia del apocalipsis, en cuyo caso, ya me
habría enterado por otras señales, como que las palomas del carril bici
empiecen a aparecer espachurradas y ya no se molesten en apartarse al paso de
mi bicicleta eléctrica.
Y es que esto de la memoria finita es un
problema, o más bien un problemón. Porque, a pesar de que llevan años
diciéndonos que, con las nuevas tecnologías, no íbamos a necesitar memorizar ni
guardar nada y que todo iba a estar en la nube, el que más y el que menos, se
resiste a borrar las fotografías que guarda en la tarjeta sim de su teléfono
móvil y no tiene el tiempo ni la voluntad de subir a la nube los miles de
documentos, archivos, imágenes y vídeos caseros que acumula en un lugar
recóndito de su ordenador portátil, desde mucho antes de saber que existía una
nube que no tenía nada que ver con la meteorología. De hecho, son tantos los
recuerdos acumulados que uno ni se acuerda de la mayoría de ellos, lo que
incrementa el temor a perderlos definitivamente, precisamente por eso, porque
ya no es capaz de recordarlos.
Está bien, lo reconozco, padezco una
especie de síndrome de Diógenes nostálgico-virtual. Y no soy capaz de tirar
nada a la papelera de reciclaje. Y eso que siempre he presumido de tener buena
memoria. Pero dicen que, para acumular nuevos recuerdos, es necesario
prescindir de algunos de los antiguos, cosa que yo no soy capaz de hacer. Así
que, cuando la memoria de mi teléfono colapse definitivamente, el ordenador
portátil se sature de vídeos y fotografías y el correo electrónico no me deje
mandar ni recibir mensajes con archivos adjuntos, voy a tener que volver a
comprarme el periódico los fines de semana, desempolvar la vieja enciclopedia
que conservo en mi modesta biblioteca, empezar a revelar yo mismo mis
fotografías y guardarlas en álbumes, y también escribir cartas y mandarlas por
medios tradicionales, para que, si me las devuelve el servicio de correos, sepa
al menos que nunca llegaron a su destino y pueda buscar otro medio de llegar a
su destinatario, (como alguna paloma que todavía no se hayan llevado por
delante los patinetes eléctricos).
Y, entre tanto, rezar para que mi
hipocampo siga generando nuevas neuronas que me ayuden a recordar, por lo
menos, el lugar en que se encuentra el quiosco de prensa y la oficina de
correos, el nombre de las cosas sin necesidad de ponerles un cartel que me
ayude a no olvidarlo y a todos aquellos a los que alguna vez quise decir algo,
inmortalizar en una instantánea antes de que el tiempo modelase sus facciones,
dándoles otro aspecto, o hacer partícipes de mis pensamientos.
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