No sé si habrá habido
alguna vez una guerra justa. Entre otras cosas porque, cuando estalla un
conflicto en el que los dos bandos contendientes se creen cargados de razones,
hay muchas posibilidades de que a uno de ellos o a los dos, en algún momento,
se les vaya la mano.
Sí ha habido guerras santas, pero eso no
quiere decir que hayan sido o sean guerras justas. Más bien, al contrario, la
experiencia demuestra que, cuando alguien necesita invocar justificaciones que
trascienden el plano de lo humano, para apelar a lo divino, probablemente se
siente inclinado a emular la cólera de los dioses, que, como todos sabemos, se
rigen por parámetros no humanos y, por ejemplo, no están sujetos al derecho de
guerra ni tampoco al derecho humanitario.
El fundamentalismo religioso recurre siempre
a este tipo de justificación y en nombre de Dios puede cometer las mayores
atrocidades. Porque cuando uno es sólo un mero instrumento de Dios,
automáticamente, deja de ser responsable de sus actos y no tiene que responder
de las consecuencias de estos, por lo menos ante los hombres y, probablemente,
tampoco ante los dioses, que juzgan con benevolencia y no suelen castigar
severamente a quienes les sirven y son depositarios de una fe pura y verdadera.
Y de la pureza de esa fe ciega no puede dudar nadie.
En este sentido, la referencia a los
textos sagrados puede ilustrarnos sobre el alcance de las acciones de guerra de
quien los invoca. Así que cuando el primer ministro israelí cita la Biblia y a
los enemigos de Israel, como Amalek, e invita a recordar las palabras de los
profetas que incitaban a la aniquilación de todo lo que les pertenece y a matar
"hombres y mujeres, niños y bebés, vacas y ovejas, camellos y asnos",
resulta muy difícil diferenciar ese mensaje de la llamada del integrismo islámico
a exterminar a los infieles.
Pero luego están los que no creen. Qué
no quiere decir que no tengan sus razones. Otra cosa es que puedan exponerlas
en voz alta. Porque no es lo mismo hablar de petróleo que de armas de
destrucción masiva. Ni suena igual de bien el puro expansionismo territorial o
la mera intención de consolidar una posición estratégica, que la necesidad de
defender a tus conciudadanos de una amenaza real o imaginaria. Así que si uno
no tiene una razón decente que pueda exponer en público, siempre se puede
inventar otra.
Cuanto más desproporcionado es el uso de
la fuerza, mayor peso tiene el argumento que la sustenta, que normalmente
reviste forma de amenaza, para la integridad territorial, para la democracia,
para la libertad, para la vida o para la propia supervivencia.
La exhibición de los símbolos del
Holocausto en la Asamblea General de las Naciones Unidas, además de una
representación obscena, constituye una demostración de que para perpetrar
determinados actos ante las cámaras de televisión y reivindicarlos ante los
micrófonos hace falta invocar razones muy poderosas, y también es una manera de
escenificar esa amenaza, intercambiando los papeles de agresor y agredido, con
la intención añadida de señalar a los disidentes, y exigir la dimisión o la
condena de aquellos que se atreven a disentir de la estrategia elegida, como el
Secretario General de la ONU, António Guterres.
El miedo puede lograr que la gente crea
y haga cosas sorprendentes que la razón no entiende.
Pero, ¿es realmente necesario desabastecer
de alimentos y medicinas a la población de la Franja de Gaza? ¿Hace falta
cortar el suministro de electricidad y el abastecimiento de agua? ¿Es necesario
matar de sed y de hambre a la población civil para asegurarse de que los
terroristas de Hamás no puedan comer ni beber?
¿Hay que provocar el cierre de los
hospitales y la huida del personal sanitario de las ONGs? ¿Hay que matar a los
bebés de más de 5.000 mujeres que darán a luz a lo largo del mes y que no
pueden acudir a un hospital para ser atendidas con un mínimo de garantías?
Pues parece ser que si, porque si no, no
se entiende el veto de Estados Unidos a un alto el fuego en la Franja, ni que
la comunidad internacional no haya impuesto a Israel las mismas sanciones que a
Rusia tras la invasión de Ucrania, ni que la Corte Penal Internacional todavía
no haya dictado una orden de detención contra Benjamín Netanyahu.
El hecho de que el ataque perpetrado por
Hamás el pasado 7 de octubre acabara con la vida de 1.400 personas, y, a día de
hoy, la cifra de muertos en la Franja de Gaza, desde ese mismo 7 de octubre,
supere los 9.000, nos hace retroceder miles de años, hasta un mundo dominado
por la violencia en el que la venganza no tiene límites.
Pero ser testigos de esa violencia
indiscriminada, asistir diariamente al espectáculo estremecedor de una guerra
atroz y no auxiliar a quienes la sufren ni recriminar a los que la defienden,
nos convierte en cómplices de la barbarie, encubridores de sus crímenes y
corresponsables por omisión de cada acto violento, de cada muerte, y también en
instigadores de la destrucción y el terror venideros.
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