A pesar de que soy un corredor
entusiasta y estoy todavía más entusiasmado últimamente porque, desde hace tres semanas, mi hija pequeña se viene a
trotar conmigo al parque uno o dos días a la semana, he de reconocer que esto
de correr, últimamente, se ha salido un poco de madre.
Y ya no se trata sólo de que una
sucesión de carreras populares, nocturnas, sansilvestres, medios maratones y
maratones colapsen el centro de las ciudades, obligando a cortar el tráfico
durante horas para dejar paso a una caravana interminable de corredores tan
entusiastas como yo; ni de qué, a cualquier hora del día o de la noche, pueda
encontrarse uno con tipos de mediana edad sudando como si les acabarán de abrir
la puerta de la sauna y resollando como si los persiguiera un tigre; o de que
la gente esté dispuesta a pagar, sin contar con los gastos del viaje, más de
250 euros para participar en el Maratón de Nueva York, o que se vaya a correr
42 kilómetros a la Patagonia o cualquier recóndito lugar del planeta en
condiciones extremas.
Luego, en el plano profesional también
está lo de los pódiums, las medallas, las marcas, los récords, las zapatillas
con placa de fibra de carbono, las liebres, el dopaje, la competencia entre
naciones, la supremacía de las razas, los atletas transgénero, etc., etc., etc.
Pero esa es otra película.
Qué a mí también me gustaría batir un
récord del mundo o subirme a lo más alto de un cajón y escuchar el himno de los
piratas mientras veo como asciende por el mástil la Jolly Roger y suena una
salva de 21 cañonazos, aunque sé que va a ser difícil.
Pero la cuestión es que algunos
corredores populares se obsesionan con cosas tan peregrinas como bajar de las
tres horas en el maratón y, para conseguirlo, son capaces de atiborrarse
durante el recorrido de barritas energéticas, geles, bebidas isotónicas,
cafeína y lo que haga falta, y luego, además, alardear de ello, olvidándose de
la experiencia y deteniéndose en una logística de consumidor compulsivo de
glucosa, como diciendo, ji ji, mira que bruto soy, pero que guay al mismo
tiempo.
Y luego están otras cosas que tampoco
comprendo, como la que presencié una vez, cuando disputaba mi tercer maratón, y
ya en las inmediaciones del estado olímpico, una chica joven de cuerpo
escultural surgió de entre el público que se agolpaba a uno de los lados del
recorrido jaleando a los corredores a su paso, y trató de incorporarse a la
carrera, con su dorsal reglamentario cosido a la camiseta y haciendo gala de
una poderosa zancada. Pero con tan mala suerte que un policía que andaba por
allí vio la maniobra y, después de una breve persecución en la que puso a
prueba sus propias dotes de corredor, agarrándola por un brazo, consiguió, no
sin esfuerzo, detenerla y sacarla de la carrera.
En ese momento pensé que era algo
excepcional, otro ejemplo más de un vano intento de engañar a los demás y de
engañarse uno mismo. En este caso, compartiendo una foto con la medalla al
cuello. Pero un acontecimiento reciente ha venido a demostrarme lo contrario. Y
es que en el XL Maratón de la Ciudad de México, disputado hace un par de meses,
nada menos que 11.000 corredores de los 32.640 inscritos, podrían ser
descalificados por hacer trampas en algún momento del recorrido, al no
completar los 42,195 kilómetros reglamentarios, a pesar de haber cruzado la
línea de meta levantando los brazos.
A propósito de esto, últimamente, a
primerísima hora de la mañana, cuando todavía no ha amanecido y voy pedaleando
junto al río camino del trabajo, me cruzo con decenas de corredores, algunos
transitando por el carril bici y asumiendo el riesgo evidente de ser arrollados
por un ciclista corto de vista como yo; uno de los cuales, el otro día, aunque
corría junto al carril, sujetaba el teléfono móvil a la altura de la cabeza
mientras se gravaba a su paso por el puente de Triana. Tan enfrascado estaba en
inmortalizar su imagen de deportista esforzado y madrugador que casi chocó con
su brazo y le estropeo el vídeo que estaría deseando subir a Instagram, incluso
antes de meterse en la ducha.
Y, por si a alguno le faltara motivación
para echarse a la calle en pantalón corto, el atleta keniano Eliud Kipchoge, en
su discurso, pronunciado al recibir el Premio Princesa de Asturias de los
Deportes, ha invitado a todo el mundo a correr, porque, en sus propias
palabras, "un mundo que corre es un mundo feliz. Y un mundo feliz es un
mundo en paz".
Aunque yo, personalmente, creo que sería
mejor que alguna gente dejara de correr o, por lo menos, empezara a correr de
otra manera.
En primer lugar porque resulta
descorazonador encontrarse con gente sin forma física alguna, pasados de peso,
corriendo a un ritmo frenético, en alguna ocasión con la correa del perro
amarrada a la cintura y el pobre animal paticorto con la lengua fuera, llenando
de babas el camino y mirándome con gesto suplicante cuando me cruzo con su
dueño.
Pero, sobre todo porque la mayoría no
parecen felices. Más bien parecen haberse impuesto una tarea que, en el mejor
de los casos, les resulta poco gratificante y, en el peor, les sobrepasa
notoriamente. Parecen cualquier cosa menos en paz consigo mismos y con el mundo
que les rodea.
Otras veces, me encuentro con gente que
corre a horas absurdas, a pleno sol en los meses de verano y en las horas
centrales del día o por los lugares menos adecuados, sobre la acera,
castigándose las articulaciones, incomodando a los peatones que transitan por
el centro de la ciudad un domingo cualquiera.
Seguramente, yo mismo he hecho cosas por
el estilo, invadiendo el carril bici, chocando ocasionalmente con personas que
paseaban mientras yo trataba de completar una tirada larga. Y, siendo honesto
conmigo mismo, correr no siempre ha sido una experiencia gratificante para mí.
Por eso sé de lo que hablo y creo que, también en esto, sería necesario imponer
un poco de cordura y hacer de la experiencia de correr una experiencia
satisfactoria y no un mero reto, un sacrificio o una forma de aparentar lo que
no somos, una paz y una felicidad que no sentimos.
Por eso, cuando los domingos por la
mañana mi hija viene a buscarme para salir a correr y luego la veo trotando a
mí lado, cuando el día apenas ha despertado, todavía no hace calor y las copas
de los árboles del parque se ciernen susurrantes sobre nuestros pasos, luciendo
el cortavientos azul de mi segundo Maratón, el único que realmente me costó
terminar, que a mí me está un poco grande y a ella le queda enorme, no puedo
dejar de pensar en cómo se siente, y en si debería bajar el ritmo o recortar el
tiempo de las series. Pero, entonces, cuando observó su gesto concentrado y su
mirada serena, mientras me habla de música, del aprendizaje de los niños en la
escuela o del arte, en general, y sus distintas manifestaciones, o
intercambiamos pareceres sobre los efectos del cambio climático o la fisonomía
de las ciudades, sé que estoy haciendo lo correcto, y que, si persevera, correr
será para ella lo que yo habría querido que siempre fuera para mí, una manera
de encontrar el equilibrio en un mundo inestable, de aprender a escuchar el
viento a pesar del ruido que envuelve nuestros días, de hallar la armonía bajo
un cielo tormentoso, la luz incipiente antes del amanecer.
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