viernes, 17 de noviembre de 2023

Antes del amanecer

 

A pesar de que soy un corredor entusiasta y estoy todavía más entusiasmado últimamente porque, desde hace tres semanas, mi hija pequeña  se viene a trotar conmigo al parque uno o dos días a la semana, he de reconocer que esto de correr, últimamente, se ha salido un poco de madre.

Y ya no se trata sólo de que una sucesión de carreras populares, nocturnas, sansilvestres, medios maratones y maratones colapsen el centro de las ciudades, obligando a cortar el tráfico durante horas para dejar paso a una caravana interminable de corredores tan entusiastas como yo; ni de qué, a cualquier hora del día o de la noche, pueda encontrarse uno con tipos de mediana edad sudando como si les acabarán de abrir la puerta de la sauna y resollando como si los persiguiera un tigre; o de que la gente esté dispuesta a pagar, sin contar con los gastos del viaje, más de 250 euros para participar en el Maratón de Nueva York, o que se vaya a correr 42 kilómetros a la Patagonia o cualquier recóndito lugar del planeta en condiciones extremas.

Luego, en el plano profesional también está lo de los pódiums, las medallas, las marcas, los récords, las zapatillas con placa de fibra de carbono, las liebres, el dopaje, la competencia entre naciones, la supremacía de las razas, los atletas transgénero, etc., etc., etc. Pero esa es otra película.

Qué a mí también me gustaría batir un récord del mundo o subirme a lo más alto de un cajón y escuchar el himno de los piratas mientras veo como asciende por el mástil la Jolly Roger y suena una salva de 21 cañonazos, aunque sé que va a ser difícil.

Pero la cuestión es que algunos corredores populares se obsesionan con cosas tan peregrinas como bajar de las tres horas en el maratón y, para conseguirlo, son capaces de atiborrarse durante el recorrido de barritas energéticas, geles, bebidas isotónicas, cafeína y lo que haga falta, y luego, además, alardear de ello, olvidándose de la experiencia y deteniéndose en una logística de consumidor compulsivo de glucosa, como diciendo, ji ji, mira que bruto soy, pero que guay al mismo tiempo.

Y luego están otras cosas que tampoco comprendo, como la que presencié una vez, cuando disputaba mi tercer maratón, y ya en las inmediaciones del estado olímpico, una chica joven de cuerpo escultural surgió de entre el público que se agolpaba a uno de los lados del recorrido jaleando a los corredores a su paso, y trató de incorporarse a la carrera, con su dorsal reglamentario cosido a la camiseta y haciendo gala de una poderosa zancada. Pero con tan mala suerte que un policía que andaba por allí vio la maniobra y, después de una breve persecución en la que puso a prueba sus propias dotes de corredor, agarrándola por un brazo, consiguió, no sin esfuerzo, detenerla y sacarla de la carrera.

En ese momento pensé que era algo excepcional, otro ejemplo más de un vano intento de engañar a los demás y de engañarse uno mismo. En este caso, compartiendo una foto con la medalla al cuello. Pero un acontecimiento reciente ha venido a demostrarme lo contrario. Y es que en el XL Maratón de la Ciudad de México, disputado hace un par de meses, nada menos que 11.000 corredores de los 32.640 inscritos, podrían ser descalificados por hacer trampas en algún momento del recorrido, al no completar los 42,195 kilómetros reglamentarios, a pesar de haber cruzado la línea de meta levantando los brazos.

A propósito de esto, últimamente, a primerísima hora de la mañana, cuando todavía no ha amanecido y voy pedaleando junto al río camino del trabajo, me cruzo con decenas de corredores, algunos transitando por el carril bici y asumiendo el riesgo evidente de ser arrollados por un ciclista corto de vista como yo; uno de los cuales, el otro día, aunque corría junto al carril, sujetaba el teléfono móvil a la altura de la cabeza mientras se gravaba a su paso por el puente de Triana. Tan enfrascado estaba en inmortalizar su imagen de deportista esforzado y madrugador que casi chocó con su brazo y le estropeo el vídeo que estaría deseando subir a Instagram, incluso antes de meterse en la ducha.

Y, por si a alguno le faltara motivación para echarse a la calle en pantalón corto, el atleta keniano Eliud Kipchoge, en su discurso, pronunciado al recibir el Premio Princesa de Asturias de los Deportes, ha invitado a todo el mundo a correr, porque, en sus propias palabras, "un mundo que corre es un mundo feliz. Y un mundo feliz es un mundo en paz".

Aunque yo, personalmente, creo que sería mejor que alguna gente dejara de correr o, por lo menos, empezara a correr de otra manera.

En primer lugar porque resulta descorazonador encontrarse con gente sin forma física alguna, pasados de peso, corriendo a un ritmo frenético, en alguna ocasión con la correa del perro amarrada a la cintura y el pobre animal paticorto con la lengua fuera, llenando de babas el camino y mirándome con gesto suplicante cuando me cruzo con su dueño.

Pero, sobre todo porque la mayoría no parecen felices. Más bien parecen haberse impuesto una tarea que, en el mejor de los casos, les resulta poco gratificante y, en el peor, les sobrepasa notoriamente. Parecen cualquier cosa menos en paz consigo mismos y con el mundo que les rodea.

Otras veces, me encuentro con gente que corre a horas absurdas, a pleno sol en los meses de verano y en las horas centrales del día o por los lugares menos adecuados, sobre la acera, castigándose las articulaciones, incomodando a los peatones que transitan por el centro de la ciudad un domingo cualquiera.

Seguramente, yo mismo he hecho cosas por el estilo, invadiendo el carril bici, chocando ocasionalmente con personas que paseaban mientras yo trataba de completar una tirada larga. Y, siendo honesto conmigo mismo, correr no siempre ha sido una experiencia gratificante para mí. Por eso sé de lo que hablo y creo que, también en esto, sería necesario imponer un poco de cordura y hacer de la experiencia de correr una experiencia satisfactoria y no un mero reto, un sacrificio o una forma de aparentar lo que no somos, una paz y una felicidad que no sentimos.

Por eso, cuando los domingos por la mañana mi hija viene a buscarme para salir a correr y luego la veo trotando a mí lado, cuando el día apenas ha despertado, todavía no hace calor y las copas de los árboles del parque se ciernen susurrantes sobre nuestros pasos, luciendo el cortavientos azul de mi segundo Maratón, el único que realmente me costó terminar, que a mí me está un poco grande y a ella le queda enorme, no puedo dejar de pensar en cómo se siente, y en si debería bajar el ritmo o recortar el tiempo de las series. Pero, entonces, cuando observó su gesto concentrado y su mirada serena, mientras me habla de música, del aprendizaje de los niños en la escuela o del arte, en general, y sus distintas manifestaciones, o intercambiamos pareceres sobre los efectos del cambio climático o la fisonomía de las ciudades, sé que estoy haciendo lo correcto, y que, si persevera, correr será para ella lo que yo habría querido que siempre fuera para mí, una manera de encontrar el equilibrio en un mundo inestable, de aprender a escuchar el viento a pesar del ruido que envuelve nuestros días, de hallar la armonía bajo un cielo tormentoso, la luz incipiente antes del amanecer.

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