Todavía estábamos
instalados en un interminable sopor veraniego, cuando, tal vez para recordarnos
que, por muy largo y cálido que haya sido, al estío siempre debería seguirle el
otoño, hace algunas semanas, un temporal dejó las aceras de las ciudades ocupadas
por decenas de árboles derribados, troncos tronchados violentamente, ramas
desgajadas y una hojarasca todavía verde a la que el calor sofocante hace
tiempo que le impide marchitarse de forma natural.
Y esta súbita tempestad también ha
abierto un debate sobre la conveniencia de replantearse la elección de los
especímenes que sería más conveniente plantar en plazas y avenidas para evitar
que futuras inclemencias meteorológicas ocasionen alguna desgracia.
Afortunadamente, casi nadie duda de la
conveniencia de que en las urbes en las que se concentra la mayoría de la
población del planeta haya árboles. Aunque no se puede dar nada por sentado,
visto lo que algunos ayuntamientos recién salidos de las elecciones están
haciendo con los carriles bici y lo que el equipo de gobierno municipal opina
de los proyectos de peatonalización de sus ciudades, y teniendo en cuenta
además que pertenecemos a una cultura que tradicionalmente ha rendido tributo
al motor de combustión y parece preferir las plazas de aparcamiento a los
jardines públicos.
Yo mismo me he sorprendido por los
efectos del temporal y por el número de árboles que he visto estos días atrás
abatidos por el viento, derribados sobre el carril bici o cubriendo con sus
ramas extensas zonas del acerado y obligando a los viandantes a dar un rodeo
para evitar tropezarse con el cuerpo inerte de estos gigantes de aspecto
robusto pero frágil consistencia.
Esta visión me produce siempre cierta
consternación, sobre todo cuando se trata de ejemplares de buen tamaño, cuya sola
presencia imponente, el día anterior, ofrecía solaz a cualquier caminante
fatigado por el sol. Pero no debe ser fácil para un árbol crecer en medio de
una metrópoli, entre moles de ladrillos con cuya altura, a veces, no podría
competir la mayor de las secuoyas, y cuyas fachadas dictan la forma en que ha
de llevarse a cabo la poda de sus ramas.
Los imagino tratando de expandir sus
raíces entre canalizaciones, tuberías, los cimientos de los edificios, la red
de alcantarillado y todo ese lóbrego tejido subterráneo sobre el que crecen
nuestras ciudades, dónde tan sólo moran legiones de roedores y chapotean en
aguas hediondas algunos ejemplares de una fauna reptiliana carente de visión y
también es posible que se deslice, de vez en cuando, la sombra de un demogorgon.
Pero lo que me provoca mayor pesadumbre
es comprobar por mí mismo el daño consciente que se les causa o leer alguna
noticia sobre la destrucción deliberada de esos ilustres miembros del reino
vegetal y de su hábitat natural, que es el bosque o la selva, y no las
miserables aceras en las que los hemos trasplantado para evitar que las
criaturas del subsuelo terminen colonizando también la superficie, obligándonos
a huir de nuestro propio reino de asfalto y hormigón.
Por poner tan sólo un ejemplo, hace
apenas dos meses un descerebrado talaba el Sycamore
Gap Tree, un arce centenario que crecía junto al muro de Adriano, en la
región de Northumbria, al Noreste de Inglaterra y todo un icono local. Acto
vandálico que, sin duda, se habría merecido un selfie y, para mayor gloria y
oprobio de un activista adolescente de la sinrazón más ociosa ha tenido una
gran repercusión a nivel nacional e internacional.
Aunque es frecuente que la tala de
árboles singulares, por su vinculación con el entorno local, provoque este tipo
de reacciones. En Sevilla, sin ir más lejos, la tala de un ficus centenario que
crecía junto a la fachada de la iglesia de San Jacinto ocasionó un gran
revuelo, a pesar de que, en el pasado, la caída de una de sus ramas había
dejado inválida a una vendedora de cupones además de herir a otras cinco
personas.
Supongo que con los árboles sucede un
poco como con las personas, la muerte de uno es una tragedia, la de un millón
es sólo una estadística. Por eso, la misma gente que se sube a un ficus
centenario o se encadena a una reja durante horas para salvar un sólo árbol,
puede permanecer indiferente frente a la muerte súbita y a un ritmo acelerado
de los alcornoques centenarios de Doñana, que, como el resto de la vegetación
del parque, padecen un insoportable estrés hídrico producido por la falta de
lluvia y también a causa de las extracciones de una agricultura sedienta,
codiciosa y nada compasiva con el entorno natural, aún a costa de su propia
supervivencia.
A veces, cuando pienso en la era
posterior al momento en que nuestro modelo de crecimiento urbano caótico y
desordenado podría llegar a colapsar, imagino ciudades tomadas por la
vegetación, de las que sus habitantes han huido hace tiempo, pero que los
árboles habrían encontrado el modo de colonizar. En esas ciudades, las raíces
de los arces y los alcornoques centenarios han levantado el asfalto, roto el
intrincado sistema de túneles y canalizaciones y socavado los cimientos de los
edificios que los estaban estrangulando. Y crecen recostados sobre muros de
piedra semiderruidos que antaño sirvieron de defensa contra los bárbaros, derribando
los pórticos de iglesias en ruinas. Su lento pero irresistible crecimiento ha
convertido las populosas metrópolis en ciudades devastadas. De tal forma que,
transcurrido el tiempo necesario, nadie podría saber a ciencia cierta si esa
exuberancia representa el fracaso del vano intento de una raza de hombres incautos
de invadir la selva y su intención de doblegarla, o se trata de los restos de
una ciudad perdida levantada en mitad de la foresta, cuyas estatuas colosales
descansan derribadas en la espesura y por cuyas escalinatas trepa la madreselva.
En las que templos erigidos en honor a dioses paganos se resquebrajan bajo el
peso de la vegetación, que ha profanado los sepulcros de sus reyes y reducido a
polvo sus reliquias sagradas, y que ahora duerme arrullada por el rumor de un
bosque oscuro y frondoso.
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