domingo, 3 de diciembre de 2023

La ciudad perdida

 

Todavía estábamos instalados en un interminable sopor veraniego, cuando, tal vez para recordarnos que, por muy largo y cálido que haya sido, al estío siempre debería seguirle el otoño, hace algunas semanas, un temporal dejó las aceras de las ciudades ocupadas por decenas de árboles derribados, troncos tronchados violentamente, ramas desgajadas y una hojarasca todavía verde a la que el calor sofocante hace tiempo que le impide marchitarse de forma natural.

Y esta súbita tempestad también ha abierto un debate sobre la conveniencia de replantearse la elección de los especímenes que sería más conveniente plantar en plazas y avenidas para evitar que futuras inclemencias meteorológicas ocasionen alguna desgracia.

Afortunadamente, casi nadie duda de la conveniencia de que en las urbes en las que se concentra la mayoría de la población del planeta haya árboles. Aunque no se puede dar nada por sentado, visto lo que algunos ayuntamientos recién salidos de las elecciones están haciendo con los carriles bici y lo que el equipo de gobierno municipal opina de los proyectos de peatonalización de sus ciudades, y teniendo en cuenta además que pertenecemos a una cultura que tradicionalmente ha rendido tributo al motor de combustión y parece preferir las plazas de aparcamiento a los jardines públicos.

Yo mismo me he sorprendido por los efectos del temporal y por el número de árboles que he visto estos días atrás abatidos por el viento, derribados sobre el carril bici o cubriendo con sus ramas extensas zonas del acerado y obligando a los viandantes a dar un rodeo para evitar tropezarse con el cuerpo inerte de estos gigantes de aspecto robusto pero frágil consistencia.

Esta visión me produce siempre cierta consternación, sobre todo cuando se trata de ejemplares de buen tamaño, cuya sola presencia imponente, el día anterior, ofrecía solaz a cualquier caminante fatigado por el sol. Pero no debe ser fácil para un árbol crecer en medio de una metrópoli, entre moles de ladrillos con cuya altura, a veces, no podría competir la mayor de las secuoyas, y cuyas fachadas dictan la forma en que ha de llevarse a cabo la poda de sus ramas.

Los imagino tratando de expandir sus raíces entre canalizaciones, tuberías, los cimientos de los edificios, la red de alcantarillado y todo ese lóbrego tejido subterráneo sobre el que crecen nuestras ciudades, dónde tan sólo moran legiones de roedores y chapotean en aguas hediondas algunos ejemplares de una fauna reptiliana carente de visión y también es posible que se deslice, de vez en cuando, la sombra de un demogorgon

Pero lo que me provoca mayor pesadumbre es comprobar por mí mismo el daño consciente que se les causa o leer alguna noticia sobre la destrucción deliberada de esos ilustres miembros del reino vegetal y de su hábitat natural, que es el bosque o la selva, y no las miserables aceras en las que los hemos trasplantado para evitar que las criaturas del subsuelo terminen colonizando también la superficie, obligándonos a huir de nuestro propio reino de asfalto y hormigón.

Por poner tan sólo un ejemplo, hace apenas dos meses un descerebrado talaba el Sycamore Gap Tree, un arce centenario que crecía junto al muro de Adriano, en la región de Northumbria, al Noreste de Inglaterra y todo un icono local. Acto vandálico que, sin duda, se habría merecido un selfie y, para mayor gloria y oprobio de un activista adolescente de la sinrazón más ociosa ha tenido una gran repercusión a nivel nacional e internacional.

Aunque es frecuente que la tala de árboles singulares, por su vinculación con el entorno local, provoque este tipo de reacciones. En Sevilla, sin ir más lejos, la tala de un ficus centenario que crecía junto a la fachada de la iglesia de San Jacinto ocasionó un gran revuelo, a pesar de que, en el pasado, la caída de una de sus ramas había dejado inválida a una vendedora de cupones además de herir a otras cinco personas.

Supongo que con los árboles sucede un poco como con las personas, la muerte de uno es una tragedia, la de un millón es sólo una estadística. Por eso, la misma gente que se sube a un ficus centenario o se encadena a una reja durante horas para salvar un sólo árbol, puede permanecer indiferente frente a la muerte súbita y a un ritmo acelerado de los alcornoques centenarios de Doñana, que, como el resto de la vegetación del parque, padecen un insoportable estrés hídrico producido por la falta de lluvia y también a causa de las extracciones de una agricultura sedienta, codiciosa y nada compasiva con el entorno natural, aún a costa de su propia supervivencia.

A veces, cuando pienso en la era posterior al momento en que nuestro modelo de crecimiento urbano caótico y desordenado podría llegar a colapsar, imagino ciudades tomadas por la vegetación, de las que sus habitantes han huido hace tiempo, pero que los árboles habrían encontrado el modo de colonizar. En esas ciudades, las raíces de los arces y los alcornoques centenarios han levantado el asfalto, roto el intrincado sistema de túneles y canalizaciones y socavado los cimientos de los edificios que los estaban estrangulando. Y crecen recostados sobre muros de piedra semiderruidos que antaño sirvieron de defensa contra los bárbaros, derribando los pórticos de iglesias en ruinas. Su lento pero irresistible crecimiento ha convertido las populosas metrópolis en ciudades devastadas. De tal forma que, transcurrido el tiempo necesario, nadie podría saber a ciencia cierta si esa exuberancia representa el fracaso del vano intento de una raza de hombres incautos de invadir la selva y su intención de doblegarla, o se trata de los restos de una ciudad perdida levantada en mitad de la foresta, cuyas estatuas colosales descansan derribadas en la espesura y por cuyas escalinatas trepa la madreselva. En las que templos erigidos en honor a dioses paganos se resquebrajan bajo el peso de la vegetación, que ha profanado los sepulcros de sus reyes y reducido a polvo sus reliquias sagradas, y que ahora duerme arrullada por el rumor de un bosque oscuro y frondoso.

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