He despedido el año con
un catarro fenomenal que me ha tenido postrado durante una semana y me ha
dejado como presente una tos persistente y una balsa de mocos que no terminan
de desaparecer, que se había colado entre mis defensas algo debilitadas por el covid-19,
que ya me había dado un buen zarandeo una semana antes. Así que, después de más
de veinte días de inactividad, el lunes me puse las zapatillas y salí a trotar
un rato. Seis kilómetros a ritmo de convalecencia cuyas consecuencias se han
materializado en unas agujetas que me hacen bajar las escaleras como un zombie
o un robot mal engrasado cuya caja torácica de metal resuena penosamente cada
vez que le da un acceso de tos.
Además, estando de vacaciones, me han
caducado las claves de acceso al ordenador del trabajo y a todas las
aplicaciones corporativas y, cómo he cambiado de móvil, también he perdido la
conexión remota y no podía teletrabajar.
Ya en el plano doméstico, el año pasado,
petaron otros ingenios mecánicos encargados de realizar tareas menores Y,
concretamente, el radiador, la aspiradora y el lavavajillas pasaron a mejor
vida. En el caso del lavaplatos, sus últimos estertores casi coincidieron con
las doce campanadas.
Así que, aunque me resisto a caer en el
tópico de los buenos propósitos para el año nuevo, en esta ocasión, no me ha
quedado más remedio que replantearme algunas de mis prioridades. Y, en primer
lugar, hasta que arreglemos lo del lavavajillas, me he impuesto la tarea de
fregar a diario, más que nada para evitar que el fregadero se convierta en una
especie de castillo ambulante construido a base de diversos cacharros, platos,
cucharas y tenedores a los que se encuentran adheridos restos orgánicos que
resultan difíciles de clasificar dada la diversidad de texturas y olores que
empiezan a amalgamarse a partir del tercer día de divorcio con el estropajo y
el jabón.
La cuestión es que, hablando con la gente,
me he dado cuenta de que no soy el único que anda algo atribulado estos días.
El lunes, la magistrada del Social número ocho tropezó subiendo las escaleras,
cayéndose de bruces y derramándose encima el café que había ido a buscar a la
máquina que se encuentra en la planta baja del edificio. Una amiga y
excompañera de trabajo se ha roto la rodilla y se ha pasado todas las Navidades
escayolada desde el pie hasta el muslo, y tumbada en el sofá rehaciendo la
carta a los Reyes Magos para pedirles una prótesis de titanio. Y el hermano de
otro compañero ha estado quince días en la UCI después de que le diera un
infarto el día de Navidad, que por cierto, estadísticamente, es uno de los días
más propicios para sufrir un accidente cardiovascular.
No sé si habréis visto alguna vez una de
esas pegatinas que la gente pone debajo de un botón como los que hay en algunos
semáforos para que la luz verde dé paso a los peatones, en la que pueden leerse
mensajes que invitan a pulsarlos del tipo "Push to Reset the World".
Pues creo que, en determinadas
circunstancias, todos podríamos sentirnos tentados de probar suerte
retrocediendo en el tiempo, aunque sólo fuera unas horas, para modificar el
curso de los acontecimientos y, por ejemplo, no hacer un receso y abandonar
imprudentemente la sala de vistas para tomar un café, ni irse a correr por el
parque antes del amanecer cuando el termómetro desaconseja salir de casa sin
abrigo, guantes y pasamontañas, o perdonar ese engañosamente inofensivo quinto
mantecado de canela dispuesto, no obstante, a obstruirnos del todo las
arterias.
Y ello a pesar de que las consecuencias
de cualquier comportamiento alternativo son siempre imprevisibles y,
potencialmente, podrían ser peores que las que sufrimos cada día fruto de
nuestra conducta irreflexiva y, a veces, manifiestamente temeraria.
Por eso me parece que, dadas las escasas
posibilidades de que Jacobo Marley venga a advertirnos del resultado final de
nuestra vida disipada, de vez en cuando, deberíamos hacer un esfuerzo
consciente por tratar de imaginar cómo podría ser nuestra vida dentro de algún
tiempo si no modificásemos nuestros hábitos y costumbres, invocando al fantasma
de las Navidades futuras, a pesar de que su visita pueda resultar, no sólo
reveladora, sino también espeluznante. Y luego perseverar en nuestra rutina o cerrar
los ojos, pulsar el botón y cruzar los dedos mientras el mundo se detiene y
contenemos el aliento esperando que todo vuelva a empezar.
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