En algún momento de su vida, todo el mundo
puede pensar que es un impostor. Y, puede ser que sólo sufra el síndrome del
mismo nombre. Pero también cabe la posibilidad de que, efectivamente, lo sea.
Al respecto, recuerdo la acalorada
reacción de Amy Farrah Fowler, el personaje de la serie Big Bang Theory, cuando
los dos científicos que les disputan a ella misma y a Sheldon Cooper el Nobel
de física, confiesan, con una mezcla de burla y cinismo, que se sienten como
unos impostores. A lo que ella replica indignada que alguien que es un impostor
no puede tener el síndrome del impostor.
Así que supongo que esa es la cuestión,
cuando nos sentimos un fraude, puede ser debido al síndrome o al hecho de que,
sencillamente, lo seamos.
A veces, cuando voy corriendo por ahí con
alguno de los cortavientos de los tres maratones en los que he participado, me
siento un poco así. Primero porque, en esas tres ocasiones, apenas pude
completar el recorrido en menos de cuatro horas, y además hace ya tiempo
que no corro distancias tan largas, y me da por pensar que cualquier corredor
de los que me cruzo por el camino, si me pusiera a prueba, podría darme un buen
repaso. Pero entonces me acuerdo de que el color del cortavientos cambia cada
año. Así que, por el pigmento de los míos, se puede saber la edición de la
carrera en la que participé y colocarme en el escalafón de los corredores
veteranos. Esos que han conocido tiempos mejores y a los que el dolor de las
rodillas les recuerda quienes son en realidad.
Otras veces, cuando llevo puesta la toga y
se me acerca algún ciudadano de a pie preguntándome respetuosamente por la sala
de vistas en la que celebra tal o cual juzgado de lo penal, pienso que es
posible que esa persona, a la que probablemente alguien ha traído hasta allí
contra su voluntad, me considere un experto en leyes digno de consideración, cuando,
en realidad, la mayor parte del tiempo, tengo la sensación de que cualquier
ciudadano que supiera expresarse correctamente podría exponer su causa ante un
tribunal y conseguir que se le hiciera justicia, sin necesidad de contar con la
intermediación de tipos como yo, a los que un entramado de normas ha convertido
en una especie de gurús de un ordenamiento arcano y, en ocasiones, tan
tenebroso como la tela de la que está hecha mi toga.
Pero la mayor de todas mis imposturas es
la de subirme a un escenario y colocarme bajo los focos, aparentando formar
parte de una banda, para tocar una línea de bajo sencillísima que, no
obstante, me ha costado semanas ejecutar sin cometer ningún error. Aunque sé que,
durante la actuación, en algún momento, meteré la pata.
Y luego están las conversaciones con
amigos y conocidos, en los que uno trata de dar la impresión de que es un tipo
respetuoso, cultivado e inteligente, que no se deja llevar por los instintos ni
las pasiones. Pero temiendo que un día me pille con la guardia baja y mi
subconsciente se asome al exterior y me haga quedar como un ordinario o un
patán. (Ay Hyde, no te ofendas. Me caes bien, pero tu franqueza no siempre es
bien percibida por los Jekyll de este mundo).
Y es que, en mayor o menor medida, todos
somos unos impostores. Y este mundo una farsa o un baile de máscaras en el que
cada cual representa su papel lo mejor que sabe y puede.
Todos tenemos una o varias máscaras que
usamos a diario por diferentes motivos. En mi caso, tengo tres cortavientos de
colores con los que protegerme del aire invernal y, de paso, mandar un mensaje
a quien podría tener la tentación de juzgar mi técnica como corredor o mi ritmo
de carrera. También me pongo una toga entre cuyos pliegues se disimulan, no
siempre con éxito, los puntos débiles de una defensa que, a veces, flaquea y
otras duda de los argumentos que la sustentan. Y, para subirme al escenario he
adoptado múltiples indumentarias que distrajeran al auditorio de las carencias
del músico que, en esos momentos, aparento ser y que no soy en realidad.
Pero, a veces, también sucede que tras la
máscara se esconde un rostro que creemos que podría repeler a la mayoría de los
que osaran mirarlo de frente. Y, entonces, pensamos que tal vez lo mejor sea
ocultarlo detrás de un antifaz para poder acercarse a los demás sin
experimentar el rechazo que provoca el miedo. Tal vez entonces la impostura
cobra un significado distinto, al intentar ocultar nuestra fragilidad, la
materia sensible de la que estamos hechos, la piel que recubre un cuerpo mortal
y vulnerable.
Hay que ser muy valiente para mostrar el
rostro en la batalla. Siempre parece mejor idea ocultarlo tras la visera, aun
arriesgándose a perder visión y, en la refriega, confundir amigos y enemigos.
Pero también para evitar ser desfigurado y tener nuevos motivos para recurrir a
una máscara.
Si, el mundo está lleno de impostores.
Pero, probablemente, cada uno tiene sus motivos para haberse convertido en un
impostor. Y, a veces, es el hecho de no creernos merecedores de ocupar un lugar
en ese mundo, de considerarnos unos intrusos en nuestra propia existencia, unos
extraños entre nuestros semejantes, alguien que no ha sido invitado a la
fiesta, lo que nos convierte en simuladores y también puede convertir nuestra
vida en un simulacro.
Así que, discrepo Amy Farrah Fowler, un
impostor sí puede tener el síndrome del impostor, aunque su impostura no deje
ver a primera vista las razones que le hicieron esconderse detrás de una
máscara.
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