domingo, 25 de febrero de 2024

El impostor

 

En algún momento de su vida, todo el mundo puede pensar que es un impostor. Y, puede ser que sólo sufra el síndrome del mismo nombre. Pero también cabe la posibilidad de que, efectivamente, lo sea.

Al respecto, recuerdo la acalorada reacción de Amy Farrah Fowler, el personaje de la serie Big Bang Theory, cuando los dos científicos que les disputan a ella misma y a Sheldon Cooper el Nobel de física, confiesan, con una mezcla de burla y cinismo, que se sienten como unos impostores. A lo que ella replica indignada que alguien que es un impostor no puede tener el síndrome del impostor.

Así que supongo que esa es la cuestión, cuando nos sentimos un fraude, puede ser debido al síndrome o al hecho de que, sencillamente, lo seamos.

A veces, cuando voy corriendo por ahí con alguno de los cortavientos de los tres maratones en los que he participado, me siento un poco así. Primero porque, en esas tres ocasiones, apenas pude completar el recorrido en menos de cuatro horas, y además  hace ya tiempo que no corro distancias tan largas, y me da por pensar que cualquier corredor de los que me cruzo por el camino, si me pusiera a prueba, podría darme un buen repaso. Pero entonces me acuerdo de que el color del cortavientos cambia cada año. Así que, por el pigmento de los míos, se puede saber la edición de la carrera en la que participé y colocarme en el escalafón de los corredores veteranos. Esos que han conocido tiempos mejores y a los que el dolor de las rodillas les recuerda quienes son en realidad.

Otras veces, cuando llevo puesta la toga y se me acerca algún ciudadano de a pie preguntándome respetuosamente por la sala de vistas en la que celebra tal o cual juzgado de lo penal, pienso que es posible que esa persona, a la que probablemente alguien ha traído hasta allí contra su voluntad, me considere un experto en leyes digno de consideración, cuando, en realidad, la mayor parte del tiempo, tengo la sensación de que cualquier ciudadano que supiera expresarse correctamente podría exponer su causa ante un tribunal y conseguir que se le hiciera justicia, sin necesidad de contar con la intermediación de tipos como yo, a los que un entramado de normas ha convertido en una especie de gurús de un ordenamiento arcano y, en ocasiones, tan tenebroso como la tela de la que está hecha mi toga.

Pero la mayor de todas mis imposturas es la de subirme a un escenario y colocarme bajo los focos, aparentando formar parte de una banda, para tocar una línea de bajo sencillísima que, no obstante, me ha costado semanas ejecutar sin cometer ningún error. Aunque sé que, durante la actuación, en algún momento, meteré la pata.

Y luego están las conversaciones con amigos y conocidos, en los que uno trata de dar la impresión de que es un tipo respetuoso, cultivado e inteligente, que no se deja llevar por los instintos ni las pasiones. Pero temiendo que un día me pille con la guardia baja y mi subconsciente se asome al exterior y me haga quedar como un ordinario o un patán. (Ay Hyde, no te ofendas. Me caes bien, pero tu franqueza no siempre es bien percibida por los Jekyll de este mundo).

Y es que, en mayor o menor medida, todos somos unos impostores. Y este mundo una farsa o un baile de máscaras en el que cada cual representa su papel lo mejor que sabe y puede.

Todos tenemos una o varias máscaras que usamos a diario por diferentes motivos. En mi caso, tengo tres cortavientos de colores con los que protegerme del aire invernal y, de paso, mandar un mensaje a quien podría tener la tentación de juzgar mi técnica como corredor o mi ritmo de carrera. También me pongo una toga entre cuyos pliegues se disimulan, no siempre con éxito, los puntos débiles de una defensa que, a veces, flaquea y otras duda de los argumentos que la sustentan. Y, para subirme al escenario he adoptado múltiples indumentarias que distrajeran al auditorio de las carencias del músico que, en esos momentos, aparento ser y que no soy en realidad.

Pero, a veces, también sucede que tras la máscara se esconde un rostro que creemos que podría repeler a la mayoría de los que osaran mirarlo de frente. Y, entonces, pensamos que tal vez lo mejor sea ocultarlo detrás de un antifaz para poder acercarse a los demás sin experimentar el rechazo que provoca el miedo. Tal vez entonces la impostura cobra un significado distinto, al intentar ocultar nuestra fragilidad, la materia sensible de la que estamos hechos, la piel que recubre un cuerpo mortal y vulnerable.

Hay que ser muy valiente para mostrar el rostro en la batalla. Siempre parece mejor idea ocultarlo tras la visera, aun arriesgándose a perder visión y, en la refriega, confundir amigos y enemigos. Pero también para evitar ser desfigurado y tener nuevos motivos para recurrir a una máscara.

Si, el mundo está lleno de impostores. Pero, probablemente, cada uno tiene sus motivos para haberse convertido en un impostor. Y, a veces, es el hecho de no creernos merecedores de ocupar un lugar en ese mundo, de considerarnos unos intrusos en nuestra propia existencia, unos extraños entre nuestros semejantes, alguien que no ha sido invitado a la fiesta, lo que nos convierte en simuladores y también puede convertir nuestra vida en un simulacro.

Así que, discrepo Amy Farrah Fowler, un impostor sí puede tener el síndrome del impostor, aunque su impostura no deje ver a primera vista las razones que le hicieron esconderse detrás de una máscara.

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