El otro día, me dejé
la ventana de la cocina abierta y una ráfaga de aire arrancó del almanaque que
tengo colgado de la pared la hoja del mes de enero y dejó la de febrero
colgando de una esquinita. Me apresuré a cerrarla, pero ya era tarde y, cuando,
por la noche, estaba viendo los carnavales por la tele, antes de quedarme
dormido, vi como los integrantes de una comparsa salían corriendo perseguidos
por un nutrido grupo de nazarenos que portaban los cirios medio consumidos por
una llama que el viento amenazaba con apagar en cualquier momento.
Cada
vez más tengo la sensación de que el tiempo, mi tiempo en realidad, no da más
de sí. Una semana sucede a la anterior a velocidad de crucero, en una singladura
durante cuyo transcurso las horas se alejan volando como las páginas de un
libro arrancadas por un viento que no amaina jamás. Hasta que llega la noche, y
el sueño me conduce a lugares en los que el tiempo, cómo todo lo demás, se
vuelve relativo y todo transcurre con lentitud. Cómo si, de repente, estuviera
en el mar profundo, bajo toneladas de agua, ajeno al hecho de que, antes de que
empiece a clarear, tendré que levantarme y salir por la puerta de casa embozado
en las solapas del abrigo.
Sin
embargo, un compañero de trabajo al que le quedan poco más de dos años para
jubilarse me confesaba la semana pasada que, desde que tiene a tiro la
jubilación, el tiempo ha empezado a fluir de forma viscosa, de tal manera que a
veces ese ansiado objetivo se le antoja inalcanzable y tiene la sensación de
que, cada día que pasa, el retiro le queda más lejos.
Escuchándole no pude
evitar imaginármelo cubierto de harapos y llenando de incisiones la pared de
una celda carcomida por la humedad en el Castillo de If. Pero esa percepción
del tiempo también me recordó, cuando Patricia era pequeña y comía muy despacio
viendo dibujos animados, quedándose un rato con la boca llena antes de tragar y
distanciando todo lo posible una cucharada de la siguiente, la sensación que
tenía de que el plato de comida no sólo no se vaciaba al ritmo que le daba de
comer, sino que estaba cada vez más lleno.
No obstante, dado que
la jubilación aun me queda un poco lejos, y cómo la percepción de la fugacidad
de mi existencia predomina sobre cualquier otra, he decidido tomar algunas
medidas para mitigar el vértigo, empezando por la de trasladar las tareas de la
casa al domingo. Un día ya de por sí amenazado por la sombra del lunes desde
que abro los ojos y que, después de comer, discurre cuesta abajo, en una
pendiente cada vez más pronunciada por la que, haga lo que haga, siempre termino
resbalando.
Aunque, ahora, a
medida que paso la aspiradora por la alfombra del pasillo cualquier soleada
mañana dominical, me viene a la cabeza una hilera de presos a pleno sol
limpiando la maleza a lo largo de una carretera interminable, pidiendo permiso
para beber agua o quitarse la camisa empapada de sudor, bajo la mirada atenta
de sus guardianes. Así que, ahora, los domingos, el tiempo transcurre más
despacio, y por la noche estoy tan cansado que agradezco que alguien apague la
luz y prohíba fumar en los barracones.
También
estoy pensando que, quitando la reclusión en un centro penitenciario, no hay
nada como el aburrimiento para paladear las horas de metraje de una película,
disfrutar del orden del día de una reunión de trabajo o saborear una lección
magistral o una buena conferencia. Y es que a veces cualquier pelma sin talento
puede hacer que el tiempo se detenga, el reloj deje de marcar las horas y
tengas la sensación de que tu vida se acaba.
Una vez leí que en la
casa de Michael Ende había un reloj con una inscripción que rezaba algo así
como “solo marco las horas felices”. Aunque, probablemente, las horas felices
son aquellas que no necesitan de un reloj que marque el paso del tiempo, y tan
sólo recurrimos a las esferas y los calendarios o las incisiones en las paredes
cuando algo nos apremia o sobre nosotros pesa una tarea o una condena
insoportable.
Me acuerdo de una
película de dibujos animados, en la que, de vez en cuando, irrumpía una
charanga repitiendo machaconamente un estribillo que trataba de poner de
manifiesto a golpe de platillos y soplando trompetillas que los protagonistas
no disponían de tiempo suficiente para salir airosos de la aventura en la que
se hallaban inmersos, diciendo una y otra vez, acentuando cada palabra, “¡no
les va a dar tiempo!, ¡no les va a dar tiempo!”. Esa irrupción sorpresiva podía
resultar apremiante y desconcertante al mismo tiempo. Porque era algo así como
susurrar al protagonista victorioso de un desfile que tan sólo es un mortal, o,
lo que es lo mismo, que su tiempo es limitado, pero a ritmo de fanfarria y
antes siquiera de que el héroe hubiera conseguido su objetivo, no se sabe si
con intención de apremiarle o más bien de desanimarle y hacerle desistir de su
empeño.
Últimamente, cuando, yo
mismo, apremiado por las circunstancias, me pongo a mirar el reloj o a pasar
hojas del calendario para ver de cuánto tiempo dispongo para terminar una tarea
o cuántas horas le quedan al fin de semana o días a las vacaciones, empieza a
sonarme en la cabeza aquel estribillo que repetían sin cesar los musicuchos de
la banda de aquella película. Y la dichosa frase repleta de malos augurios, pronunciada,
no obstante, en tono de festiva resignación, me lleva al convencimiento de que,
al margen del tiempo del que dispongamos, comer no debería consistir solamente
en vaciar un plato de comida, de que lo más parecido a estar preso es dejar que
las horas transcurran pensando que lo que hay al otro lado del muro está fuera
de nuestro alcance, y de que el tiempo, aunque sea relativo, es lo único de lo
que disponemos y administrarlo sabiamente puede hacer que el reloj sólo marque
las horas felices.
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