Hace mucho tiempo que no veo partidos de
liga, pero estoy siguiendo con interés la Eurocopa de fútbol masculino.
Siempre me ha gustado el fútbol de
selecciones, a diferencia de las ligas nacionales que me dan pereza, y en las
que el potencial económico de los clubes suele marcar la diferencia y decide el
resultado de la competición casi antes de que se inicie la pretemporada.
Pero, el fútbol de selecciones es otra
cosa. Y, aunque aquí también haya factores económicos en juego (vaya si los
hay), los que compiten no lo hacen en defensa de sus clubes respectivos, ni
para justificar unas fichas multimillonarias. Y es su grado de implicación y el
gusto por el juego lo que puede marcar la diferencia.
En esta Eurocopa se enfrentan dos
filosofías distintas. Una concepción utilitarista que lo fía todo a un
planteamiento conservador en aras de la consecución de un resultado favorable
que permita ir superando fases y eliminatorias, y, frente a este, una apuesta
valiente por el juego, con argumentos atrevidos, que asume riesgos pero también
ofrece espectáculo.
Y, también en esta competición, sobran
ejemplos del primer caso, como los de Francia, Alemania o Inglaterra.
Selecciones que, con una plantilla repleta de jugadores de primerísimo nivel,
han apostado por unos planteamientos tácticos pacatos, que no arriesgan un
desmarque y aburren hasta a sus hinchas más entusiastas. Francia, por ejemplo,
pese a haber llegado a semifinales, hasta que se enfrentó a España, no había
marcado ni un solo gol en juego y había ganado los partidos gracias a goles en
propia puerta de sus rivales y a base de transformar penaltis. Una pena máxima
que, en otros tiempos, algunos de los mayores defensores de este deporte
consideraban que habría que tirar fuera, porque otorgaba una ventaja excesiva
al equipo a cuyo favor se había señalado.
Pues, hete aquí que una selección que Jens
Lehmann, exportero de Alemania, había considerado poco más que un equipo
juvenil (claro que esto fue antes de que eliminara a su país), se ha abierto
paso hasta la final marcando catorce goles, todos ellos en juego (y uno en
propia puerta).
Cómo decía Jay Pritchett, el patriarca de
la familia protagonista de la serie Modern Family, a mí me gustan los deportes
en que pasan cosas. Y, viendo jugar a jovenzuelos como Nico Williams o Lamine
Yamal, haciendo gala de un desparpajo y una insolencia propia de su edad,
encarando a sus defensores una y otra vez, desbordando por las bandas,
acelerando, tirando a puerta, y celebrando sus diabluras bailando al son de una
música que sólo ellos parecen escuchar, uno no puede sino recuperar el gusto
por el fútbol.
En la semifinal contra el equipo francés,
la selección española hizo lo más difícil, que fue obligar a Francia a jugar al
fútbol, cosa que parecía que se le había olvidado, después de tres
empates (dos de ellos a cero goles) y dos victorias por la mínima. No recuerdo
una apuesta más rácana en la fase final de un torneo, máxime tratándose de los
actuales subcampeones del mundo.
Sin embargo, podría haberle funcionado,
después de un gol a favor en el minuto ocho. El primero en juego después de
cuatrocientos cincuenta minutos de tiempo reglamentario y una prórroga. Pero
afortunadamente no fue así y veinte minutos más tarde Francia estaba en la
lona, fulminada en dos acciones vertiginosas que hicieron saltar por los aires
un entramado defensivo levantado para destruir el juego, en vez de construirlo.
Dicen que los equipos que consiguen ganar
títulos marcando la diferencia, pueden influir en la concepción del juego y ser
imitados por sus competidores. Ojalá sea así y esta selección consiga contagiar
su filosofía a otros. Ganará el fútbol. Ganaremos todos.
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