Las olimpiadas nos han dejado
algunas imágenes memorables para la historia de los Juegos Olímpicos, como las
de Mondo Duplantis rompiendo el cielo vespertino de Paris propulsándose con su
pértiga más allá de las estrellas; o la final masculina de 10.000 metros, con
trece atletas batiendo el record del mundo gracias al generoso sacrificio de tres
corredores etíopes, Selemon Barega, Yomif Kejelcha y Berihu Aregawi, marcando
un ritmo infernal desde el primer kilómetro; o la del nadador francés León
Marchand, propulsándose bajo el agua después de cada viraje como un verdadero
león marino y ganando cuatro oros en la piscina olímpica. Todos ellos son
momentos de una estética hipnótica que, a mí por lo menos, me dejan pegado a la
pantalla del televisor con la cara de asombro de un niño que hubiese sido testigo
de un milagro.
No obstante, junto a esas imágenes,
siempre se deslizan otras, en las que la excelencia deportiva brilla por su
ausencia y seres humanos de carne y hueso exhiben sus limitaciones para
consternación del gran público, conformado a veces por espectadores que el
único cilindro que manejan con la naturalidad con la que Duplantis maneja la
garrocha es una lata de cerveza, y que, en lugar de dejarse caer desde el Olimpo
de los dioses sobre la colchoneta procurando no clavarse al pértiga, pasan la
tarde desparramados en un sofá, procurando no derramarse encima la cerveza.
En esta ocasión, la medalla al
demérito deportivo se la ha llevado la competidora australiana de la disciplina
olímpica de breaking, Rachael Gunn, a la que le ha caído la del pulpo, después
de perder todos sus duelos y obtener una puntuación global de cero. Ha habido
incluso una petición de explicaciones sobre el proceso de selección dirigida al
Primer Ministro de su país que, en tres días, habrían firmado 55.000
indignados. Y es que, además, a la B-girl se le habría ocurrido imitar a un
canguro durante su actuación, lo cual debe de haber sido la gota que ha colmado
el vaso de la paciencia de todos los australianos de bien y, probablemente,
también de los canguros, aunque estos no hayan podido firmar la petición. Sin
embargo, a mi lo que más me ha llamado la atención de esta nueva disciplina
olimpica es ver a competidores venidos de los confines del planeta (como la
china Liu Qingyi) imitar la gestualidad de los bailarines urbanos del Bronx
para ridiculizar a su oponente o burlarse de él durante los duelos.
No es el único caso. No sé si todo
el mundo se acordará de Eric Moussambani, un nadador guineano que compitió en
las olimpiadas de Sidney 2000, en la prueba de 100 metros libres, que nunca
había visto una piscina de 50 metros y que había aprendido a nadar ocho meses
antes de participar en los juegos. Sólo, sin preparador, sus entrenamientos
coincidían con los de los nadadores de Sudáfrica y Estados Unidos, cuyos
movimientos trataba de imitar. El entrenador sudafricano le tuvo que enseñar
cómo hacer los virajes. En un primer momento, la pileta le pareció tan grande
que pensó que, para recorrer la distancia, sólo tendría que completar un largo.
Sus últimos metros en la piscina olímpica fueron agónicos y algunos pensaron
que se ahogaba antes de concluir la prueba. Muchos se rieron de él y otros
dijeron que espectáculos como el suyo el Comité Olímpico debería ahórranoslos.
Pero, aun así, se hizo famoso. No como los dos nadadores de Níger y Tayikistán
que componían su serie de calificación, invitados, como él, por el Comité
Olímpico, y que fueron descalificados por tirarse a la piscina antes de que el
juez diera la salida. Moussambani se enteró de que tenía que esperar a la señal
sonora la noche antes viendo la televisión en su habitación de la villa
olímpica.
De quién casi nadie se acuerda es de
Pyambuu Tuul, último clasificado en la prueba masculina de maratón en los
Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Este corredor mongol que cruzó la línea de
meta casi dos horas después de que lo hiciera el vencedor, a las diez y media
de la noche, sin público, con la ceremonia de clausura en su apogeo y cruzando
la meta en una pista de entrenamiento anexa al estadio, fue increpado por los
jueces y estuvo a punto de ser descalificado por quitarse el dorsal y mostrar
el logo del club de atletismo neoyorquino que lo llevó a Estados Unidos e hizo
posible que se sometiera a una operación de trasplante de córnea. Había
recuperado la visión seis meses antes de la carrera. Cuando veo sus fotografías
después de concluir la prueba, veo a un hombre normal, con unas gafas enormes y
cara de agotamiento, con lo que parecen unas zapatillas normales y unos
calcetines que le llegan casi a la pantorrilla, un calzón que le cubre medio
muslo y una camiseta blanca con mangas. Podría ser yo, porque se parece a mí
cuando empecé a correr. Igual que yo me parezco a Moussambani cuando me da por
nadar crol en la piscina de mi urbanización.
En uno de los discursos de la
ceremonia de inauguración de los Juegos de París, alguien dijo a los atletas
presentes en el acto que eran la mejor versión de nosotros mismos. Pero no creo
que el que pronunció estas palabras estuviera pensando en Pyambuu Tuul, Eric
Moussambani o Rachael Gunn. Y si, seguramente, en Mondo Duplantis, León
Marchand, Simone Biles o Jakob Ingebrigtsen. Pero cabe preguntarse qué pasa con
las versiones menos depuradas de nosotros mismos, con todos los competidores
que no tienen ni la más remota posibilidad de ganar una medalla. Y, de paso,
preguntarse también quién representa mejor los tan cacareados valores del
olimpismo. Ya sabéis (y, si no, miradlo en google, como acabo de hacer yo) excelencia,
o sea, dar lo mejor de uno mismo, amistad y respeto.
Me encantan los Juegos Olímpicos,
pero a lo mejor sus héroes no siempre son los que mejor representan los valores
del olimpismo. Cuando veo a Ingebrigtsen encaminarse a la línea de salida con
gesto altivo o leo sus declaraciones, aunque no tengo ninguna duda de que va a
dar lo mejor de sí mismo en la pista, también percibo un desprecio implícito y,
a veces, explícito, por sus competidores, la inmensa mayoría de los cuales
están muy lejos de sus asombrosas dotes de corredor.
En el extremo opuesto, Eliud
Kipchoge, doble campeón olímpico de Maratón y leyenda viva del atletismo, se
paró en el kilómetro 31 del Maratón de los Juegos Olímpicos de Paris, esperó al
último clasificado, Ser-Od Bat-Ochir (curiosamente nacional de Mongolia) y se
retiró. Estaba llamado a ser el primer atleta en conseguir tres oros olímpicos
consecutivos en esta distancia. Al día siguiente, casi nadie hablaba de él,
salvo para decir que había fracasado. De Bat-Ochir no sé si habrá hablado
alguien, pero, si se le hubiera ocurrido imitar a un caballo salvaje de
Przewalski en el momento de cruzar la línea de meta, a lo mejor, habría una
petición de firmas circulando por las redes para exigirle que se disculpe.
A veces la desproporción de los medios
a disposición de unas y otras delegaciones nacionales es tan escandalosa que la
competición parece un chiste. Y la verdad es que la mayoría de los atletas
concurren a los juegos sin posibilidades reales de competir en igualdad de
condiciones. También está la posibilidad de nacionalizar a los atletas mejor
dotados de otros países para engrosar el medallero patrio, para luego
criticarles si no consiguen una medalla, mientras apuramos la tercera lata de
cerveza ante la pantalla del televisor.
Personalmente, creo que cualquier
competición deportiva es, o debería ser, ante todo, un juego. Y, cuando deja de
serlo, corre el riesgo de convertirse en una confrontación poco amistosa en la
que la exhibición de banderas e himnos nacionales nos recuerda constantemente que
los juegos olímpicos eran una tregua entre pueblos en guerra. Y, probablemente,
lo siguen siendo. Con un empate técnico entre las dos superpotencias en lo más
alto del medallero. Y esa exhibición de fuerza se convierte frecuentemente en
una competición desigual en la que algunos abusones apalizan al resto de
competidores hasta que se encuentran con alguien de su tamaño.
Y, francamente, cuando algunos de
los jugadores no tienen ninguna posibilidad de ganar, la cosa pierde la gracia
y el juego deja de ser una experiencia divertida, por lo menos para los
perdedores, que además son la inmensa mayoría. Por eso me gustaría ver unos
juegos olímpicos en los que los equipos en liza fueran equipos equilibrados, en
los que se mezclaran buenos y malos jugadores, como sucedía en el patio del
colegio (pero sin dejar elegir a los capitanes, para evitar que algunos reviviésemos
malas experiencias del pasado). Unos juegos en los que la diferencia en una carrera
de relevos no la marcasen unos hipermusculados velocistas sino otros más
enclenques o menos dotados para la velocidad. Una piscina en la que, durante
las sesiones de entrenamiento, el León Marchand de turno enseñase a nadar a Eric
Moussambani o a cualquier otro nadador invitado a participar sin necesidad de
acreditar una marca mínima. Una prueba de 1.500 en la que Jakob Ingebrigtsen
fuera el único atleta que tuviera que esperar al pistoletazo de salida para
empezar a correr. Y un maratón en el que los corredores de Mongolia saliesen una
hora antes que todos los demás, para tener alguna oportunidad de conseguir un
diploma olímpico. Y, lo más importante, una competición sin banderas ni himnos
nacionales, sino de equipos mestizos compuestos por atletas sin patria, en la
que el respeto a los perdedores, la lealtad entre los competidores, el
compañerismo y la experiencia lúdica presidieran la contienda. Y así poder
gritar con júbilo ¡qué empiecen los juegos!
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