lunes, 26 de agosto de 2024

Espíritu olímpico

 

            Las olimpiadas nos han dejado algunas imágenes memorables para la historia de los Juegos Olímpicos, como las de Mondo Duplantis rompiendo el cielo vespertino de Paris propulsándose con su pértiga más allá de las estrellas; o la final masculina de 10.000 metros, con trece atletas batiendo el record del mundo gracias al generoso sacrificio de tres corredores etíopes, Selemon Barega, Yomif Kejelcha y Berihu Aregawi, marcando un ritmo infernal desde el primer kilómetro; o la del nadador francés León Marchand, propulsándose bajo el agua después de cada viraje como un verdadero león marino y ganando cuatro oros en la piscina olímpica. Todos ellos son momentos de una estética hipnótica que, a mí por lo menos, me dejan pegado a la pantalla del televisor con la cara de asombro de un niño que hubiese sido testigo de un milagro.

            No obstante, junto a esas imágenes, siempre se deslizan otras, en las que la excelencia deportiva brilla por su ausencia y seres humanos de carne y hueso exhiben sus limitaciones para consternación del gran público, conformado a veces por espectadores que el único cilindro que manejan con la naturalidad con la que Duplantis maneja la garrocha es una lata de cerveza, y que, en lugar de dejarse caer desde el Olimpo de los dioses sobre la colchoneta procurando no clavarse al pértiga, pasan la tarde desparramados en un sofá, procurando no derramarse encima la cerveza.

            En esta ocasión, la medalla al demérito deportivo se la ha llevado la competidora australiana de la disciplina olímpica de breaking, Rachael Gunn, a la que le ha caído la del pulpo, después de perder todos sus duelos y obtener una puntuación global de cero. Ha habido incluso una petición de explicaciones sobre el proceso de selección dirigida al Primer Ministro de su país que, en tres días, habrían firmado 55.000 indignados. Y es que, además, a la B-girl se le habría ocurrido imitar a un canguro durante su actuación, lo cual debe de haber sido la gota que ha colmado el vaso de la paciencia de todos los australianos de bien y, probablemente, también de los canguros, aunque estos no hayan podido firmar la petición. Sin embargo, a mi lo que más me ha llamado la atención de esta nueva disciplina olimpica es ver a competidores venidos de los confines del planeta (como la china Liu Qingyi) imitar la gestualidad de los bailarines urbanos del Bronx para ridiculizar a su oponente o burlarse de él durante los duelos.

            No es el único caso. No sé si todo el mundo se acordará de Eric Moussambani, un nadador guineano que compitió en las olimpiadas de Sidney 2000, en la prueba de 100 metros libres, que nunca había visto una piscina de 50 metros y que había aprendido a nadar ocho meses antes de participar en los juegos. Sólo, sin preparador, sus entrenamientos coincidían con los de los nadadores de Sudáfrica y Estados Unidos, cuyos movimientos trataba de imitar. El entrenador sudafricano le tuvo que enseñar cómo hacer los virajes. En un primer momento, la pileta le pareció tan grande que pensó que, para recorrer la distancia, sólo tendría que completar un largo. Sus últimos metros en la piscina olímpica fueron agónicos y algunos pensaron que se ahogaba antes de concluir la prueba. Muchos se rieron de él y otros dijeron que espectáculos como el suyo el Comité Olímpico debería ahórranoslos. Pero, aun así, se hizo famoso. No como los dos nadadores de Níger y Tayikistán que componían su serie de calificación, invitados, como él, por el Comité Olímpico, y que fueron descalificados por tirarse a la piscina antes de que el juez diera la salida. Moussambani se enteró de que tenía que esperar a la señal sonora la noche antes viendo la televisión en su habitación de la villa olímpica.

            De quién casi nadie se acuerda es de Pyambuu Tuul, último clasificado en la prueba masculina de maratón en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Este corredor mongol que cruzó la línea de meta casi dos horas después de que lo hiciera el vencedor, a las diez y media de la noche, sin público, con la ceremonia de clausura en su apogeo y cruzando la meta en una pista de entrenamiento anexa al estadio, fue increpado por los jueces y estuvo a punto de ser descalificado por quitarse el dorsal y mostrar el logo del club de atletismo neoyorquino que lo llevó a Estados Unidos e hizo posible que se sometiera a una operación de trasplante de córnea. Había recuperado la visión seis meses antes de la carrera. Cuando veo sus fotografías después de concluir la prueba, veo a un hombre normal, con unas gafas enormes y cara de agotamiento, con lo que parecen unas zapatillas normales y unos calcetines que le llegan casi a la pantorrilla, un calzón que le cubre medio muslo y una camiseta blanca con mangas. Podría ser yo, porque se parece a mí cuando empecé a correr. Igual que yo me parezco a Moussambani cuando me da por nadar crol en la piscina de mi urbanización.

            En uno de los discursos de la ceremonia de inauguración de los Juegos de París, alguien dijo a los atletas presentes en el acto que eran la mejor versión de nosotros mismos. Pero no creo que el que pronunció estas palabras estuviera pensando en Pyambuu Tuul, Eric Moussambani o Rachael Gunn. Y si, seguramente, en Mondo Duplantis, León Marchand, Simone Biles o Jakob Ingebrigtsen. Pero cabe preguntarse qué pasa con las versiones menos depuradas de nosotros mismos, con todos los competidores que no tienen ni la más remota posibilidad de ganar una medalla. Y, de paso, preguntarse también quién representa mejor los tan cacareados valores del olimpismo. Ya sabéis (y, si no, miradlo en google, como acabo de hacer yo) excelencia, o sea, dar lo mejor de uno mismo, amistad y respeto.

            Me encantan los Juegos Olímpicos, pero a lo mejor sus héroes no siempre son los que mejor representan los valores del olimpismo. Cuando veo a Ingebrigtsen encaminarse a la línea de salida con gesto altivo o leo sus declaraciones, aunque no tengo ninguna duda de que va a dar lo mejor de sí mismo en la pista, también percibo un desprecio implícito y, a veces, explícito, por sus competidores, la inmensa mayoría de los cuales están muy lejos de sus asombrosas dotes de corredor.

            En el extremo opuesto, Eliud Kipchoge, doble campeón olímpico de Maratón y leyenda viva del atletismo, se paró en el kilómetro 31 del Maratón de los Juegos Olímpicos de Paris, esperó al último clasificado, Ser-Od Bat-Ochir (curiosamente nacional de Mongolia) y se retiró. Estaba llamado a ser el primer atleta en conseguir tres oros olímpicos consecutivos en esta distancia. Al día siguiente, casi nadie hablaba de él, salvo para decir que había fracasado. De Bat-Ochir no sé si habrá hablado alguien, pero, si se le hubiera ocurrido imitar a un caballo salvaje de Przewalski en el momento de cruzar la línea de meta, a lo mejor, habría una petición de firmas circulando por las redes para exigirle que se disculpe.

            A veces la desproporción de los medios a disposición de unas y otras delegaciones nacionales es tan escandalosa que la competición parece un chiste. Y la verdad es que la mayoría de los atletas concurren a los juegos sin posibilidades reales de competir en igualdad de condiciones. También está la posibilidad de nacionalizar a los atletas mejor dotados de otros países para engrosar el medallero patrio, para luego criticarles si no consiguen una medalla, mientras apuramos la tercera lata de cerveza ante la pantalla del televisor.

            Personalmente, creo que cualquier competición deportiva es, o debería ser, ante todo, un juego. Y, cuando deja de serlo, corre el riesgo de convertirse en una confrontación poco amistosa en la que la exhibición de banderas e himnos nacionales nos recuerda constantemente que los juegos olímpicos eran una tregua entre pueblos en guerra. Y, probablemente, lo siguen siendo. Con un empate técnico entre las dos superpotencias en lo más alto del medallero. Y esa exhibición de fuerza se convierte frecuentemente en una competición desigual en la que algunos abusones apalizan al resto de competidores hasta que se encuentran con alguien de su tamaño.

            Y, francamente, cuando algunos de los jugadores no tienen ninguna posibilidad de ganar, la cosa pierde la gracia y el juego deja de ser una experiencia divertida, por lo menos para los perdedores, que además son la inmensa mayoría. Por eso me gustaría ver unos juegos olímpicos en los que los equipos en liza fueran equipos equilibrados, en los que se mezclaran buenos y malos jugadores, como sucedía en el patio del colegio (pero sin dejar elegir a los capitanes, para evitar que algunos reviviésemos malas experiencias del pasado). Unos juegos en los que la diferencia en una carrera de relevos no la marcasen unos hipermusculados velocistas sino otros más enclenques o menos dotados para la velocidad. Una piscina en la que, durante las sesiones de entrenamiento, el León Marchand de turno enseñase a nadar a Eric Moussambani o a cualquier otro nadador invitado a participar sin necesidad de acreditar una marca mínima. Una prueba de 1.500 en la que Jakob Ingebrigtsen fuera el único atleta que tuviera que esperar al pistoletazo de salida para empezar a correr. Y un maratón en el que los corredores de Mongolia saliesen una hora antes que todos los demás, para tener alguna oportunidad de conseguir un diploma olímpico. Y, lo más importante, una competición sin banderas ni himnos nacionales, sino de equipos mestizos compuestos por atletas sin patria, en la que el respeto a los perdedores, la lealtad entre los competidores, el compañerismo y la experiencia lúdica presidieran la contienda. Y así poder gritar con júbilo ¡qué empiecen los juegos!

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